viernes, 27 de enero de 2006

Nuestro primo King Kong

Tras ver hace cosa de un mes la película “King Kong” (de Peter Jackson), ciertas reflexiones que habían estado siempre dentro de mí volvieron a resurgir.
La película me encantó (ya dedicaré una entrada a “Parque Jurásico”), me gustó muchísimo. Tiene ese aire de las películas antiguas (muy logrado), un buen cartel y una buena moraleja. Lo que no sé es si la moraleja es la misma para todos. Para los menos pensadores o que no les gusta mucho marear la perdiz, quizá se quede en “pobre animalito”.

De pequeña iba una vez al año al zoo, con la típica excursión del colegio, de todos los colegios de la C.A.M. Además, también iba de vez en cuando con mis padres y cuando venía mi abuela, pues es una buena excursión familiar, muy socorrida.
De pequeña me encantaba ir allí a ver todos los animales. Sobre todo, los tigres.
Pero había un animal al que tenía un miedo espantoso: el gorila. Los gorilas estaban (ahora no lo sé, hace años que no voy al zoo) en una jaula acristalada, como la mayoría de los “monos” y algunos felinos. Al principio, me acercaba al cristal a mirar para ver mejor a los animales. Pero cuando llegaba a la zona de los gorilas, me alejaba rápidamente. Entonces no sabía bien por qué, pero me asustaba cómo un gorila enorme fijaba sus ojos en los míos. Hoy, ya sé por qué era.
Desde fuera de la jaula, se veía a los gorilas pasear deprisa, cerca del cristal, como locos, mirando de vez en cuando a la gente. Y seguían dando vueltas y más vueltas. Pero había uno que se quedaba sentado, sin hacer nada, y me miraba. Supongo que nos miraba a todos, de uno en uno.

También vi el “remake” de “El planeta de los simios” (nunca he sido cinéfila, así que ahora que me llevan al cine, veo “remakes”). Aparte de la lamentable aparición de un simio hembra que parecía Michael Jackson (horrible maquillaje), no tengo queja de la película. Aún así, nunca estará entre mis preferidas.
Sin embargo, volví a darle vueltas a lo mismo.
En esta película, unos simios compraban una niña humana para que su hijita la tuviese metida en una jaula y, cuando le apeteciese, pudiera sacarla para jugar.
Después de ver películas así, no entiendo como hay gente que sale del cine pensando que es algo muy inverosímil y fantástico. ¿Qué les estamos haciendo nosotros a nuestros primos?

Hace un tiempo, vi un documental sobre la gorila Koko. Fue un documental magnífico en el que enseñaban lo inteligente que es un animal como el gorila, lo cerca que está de nosotros. Koko vive en California, en la Gorilla Foundation.
Koko se comunica empleando el GSL (Lenguaje de Signos de los Gorilas), una adaptación del lenguaje de los sordomudos. Y es que, incluso los gorilas que no viven en cautividad, tienen su propio lenguaje natural de gestos, por lo que aprender el GSL no fue difícil para Koko, como en un principio se temía. Ahora Koko emplea para comunicarse con sus cuidadores, su familia humana, unos 1000 signos: sabe cómo pedir jugar con muñecas, ver la televisión, dibujar o... jugar con gatos. Comprende unas 2000 palabras del lenguaje humano (inglés) y los resultados de sus test de inteligencia muestran un IQ (coeficiente intelectual) entre 70-95 en la escala humana (teniendo en cuenta que 100 se considera lo "normal"). Texto completo aquí.
En el documental, explicaban que a Koko le encantaban los gatos, de los que sabía por los cuentos. Su cuidadora le regaló uno, con el que jugaba. Pero el gatito murió atropellado y su cuidadora tuvo que darle la mala noticia. Koko entendió perfectamente lo sucedido, lloró la pérdida y quince años después de lo ocurrido se muestra triste al pensar en su gatito.
Al parecer, Koko entiende perfectamente un concepto como la muerte, aunque no se siente cómoda hablando de la suya propia.
Y se puede hablar de depresión cuando otro gorila, compañero de Koko, que también conocía el GSL, murió.

En abril del año pasado, una noticia conmocionó a gran parte de nuestro país.
Un chimpancé se había escapado del zoo de Valencia con su compañera y sus crías. En lo primero que pensé fue en la inteligencia de un animal que encuentra el momento idóneo para escaparse y organiza a su familia para hacerlo todos juntos. Seguidamente, me pregunté qué habría hecho mi padre si nos viésemos en la misma situación. Creo que es fácil responderme: habría hecho exactamente lo mismo. A costa de todo, incluso a costa de poder morir, como Coco, que es como se llamaba el chimpancé del zoo de Valencia.
Coco fue abatido a tiros por su peligrosidad. No entiendo por qué no con dardos tranquilizantes. ¿Era necesario matarlo?
Aún así, lo que empecé a preguntarme al poco tiempo es si es necesario tener a un animal inteligente retenido, encerrado, enjaulado, con una triste vida entre cuatro paredes.

Cuando murió Copito de Nieve, el gorila albino (su historia aquí), el especialista que más estudió a su lado dijo algo así como que en un futuro nos arrepentiremos de haber tenido a los simios encerrados.

En los siglos XIX y XX, los humanos eran exhibidos, encerrados, hacinados, esclavizados… Y todo con la excusa de la diferencia racial y de una “menor inteligencia”.
La vergüenza humana hoy en día es recordar esos días pasados en los que encerrábamos a nuestros propios hermanos.
¿Cómo llevábamos a los negros al nuevo continente, como si de mercancía se tratara?
¿Cómo encerramos a los judíos e intentamos exterminarlos?
Es la vergüenza de nuestra especie, pero quizá también llegue un día en que sintamos esa misma vergüenza por haber encerrado a animales inteligentes, nuestros propios primos, que tanto comparten con nosotros. Ya he hablado de la inteligencia del gorila, que comparte un 97,7% de nuestro ADN. Y los chimpancés comparten el 98,4%.
Los animales también merecen nuestro respeto. Y más un animal que siente igual que nosotros, que podría habernos convertido en muñecos de feria (como se le hizo a Joseph Merrick o “el hombre elefante”, por ejemplo) si la evolución sólo se hubiese desviado un poquito de nada. Habría bastado el aleteo de una mariposa para vernos tras un cristal, absolutamente sumidos en la tristeza, o en medio de un hábitat cada vez más reducido, huyendo de nuestra casa para evitar ser cazados, asesinados y vendidos.



El siguiente es un artículo de José Albelda (Professor Universitat Politècnica de València).

Koko, la protagonista de la cita anterior, es una gorila de 20 años de edad a la que alude Peter Singer –una de las máximas autoridades mundiales en lo que a ética animalista se refiere- para insistir en la necesidad de otorgar derechos básicos para los primates. Al margen de la similitud de sus nombres, existe una gran cercanía entre esta gorila socializada por los científicos y Coco, el chimpancé que murió abatido en el zoológico de Valencia hace pocos días. Las diferencias que separan a estos dos primates, la capacidad de comunicarse con los humanos a través de un lenguaje aprendido o ser de especies distintas, son mucho menores que lo que les une: la capacidad de ser autoconscientes, de amar, de sufrir, en un grado cercano a los humanos.
De hecho, los estudios en genética nos indican que compartimos con los chimpancés el 99% de nuestro material genético, y por lo tanto los humanos y los chimpancés somos genéticamente más próximos que, por ejemplo, los chimpancés y los gorilas. Las apariencias físicas a veces engañan. Pero los expertos en ética animalista y primatólogos como Jane Goodall, premio Príncipe de Asturias, tienen muy claro que deben ser tratados con un exquisito respeto, al menos por su proximidad a nosotros, es decir, incluso desde una postura antropocéntrica. Y como se trata de no engañarnos, de comenzar por no meter en el mismo saco a todos los animales –el chimpancé y el mosquito, por ejemplo- en lo que respecta a las consideraciones éticas de nuestra interacción con ellos, no debemos pasar página sin profundizar algo más sobre las circunstancias de la muerte de Coco.
En primer lugar, ante lo publicado sobre el suceso surgen varias preguntas. El director del zoológico insiste en defender la seguridad del recinto, sin embargo es la tercera vez que se produce un fuga de primates en el zoo de Valencia ¿Es esto seguridad? Y si, como han declarado expertos independientes, un chimpancé adulto puede ser agresivo ¿pueden aceptarse tres fugas, que ponen en peligro tanto a los animales como a los ciudadanos, sin exigir responsabilidades? Y ya que existen precedentes de fugas anteriores, ¿no pueden prever las autoridades del zoológico algo tecnológicamente más preciso que una cerbatana para los dardos tranquilizantes? Y si, como finalmente ocurrió, se decide utilizar balas ¿hace falta dispararle cuatro tiros necesariamente mortales? No lo sé, es arriesgado emitir juicios sobre acontecimientos tan rápidos y decisivos sin haberlos presenciado. Pero en cualquier caso se trata de un desenlace fatal donde indudablemente ha habido una mala gestión –reincidente- por parte de los responsables del zoológico.
Pero profundicemos algo más. Coco decide esta vez fugarse con toda su familia, su compañera y las cuatro crías, incluida una de menos de un mes. ¿No sería que no deseaba esa vida para la nueva cría, tras la experiencia de sus veintisiete años de reclusión? No lo sabemos, no podemos conocer lo que pensaba Coco, no podemos entrar en la mente de un chimpancé. Pero sí conocemos su nivel de desarrollo, hasta el punto en que es muy cuestionable que encerremos a seres tan autoconscientes de su privación de libertad. Y no caigamos en los tópicos de las bondades de los zoológicos en lo relativo a educación ambiental o preservación de especies en vías de extinción. Ya existen centros donde se cuidan y reproducen animales para reintegrarlos en su hábitat natural, no para mantenerlos confinados el resto de sus vidas.
El progreso más necesario en las sociedades humanas, el progreso ético, es lento. Antaño se exhibían humanos deformes en ferias y circos ambulantes. La gente pagaba por esa atracción sin ningún sentido de culpabilidad, porque culturalmente era admitido. Ahora ya no se hace. Hemos progresado. Quizás dentro de unos decenios nos resulte impensable mostrar primates en jaulas acristaladas.
La muerte de Coco se olvidará pronto, enterrada por muchas otras noticias de importancia. Mientras tanto, los ciudadanos que decidan seguir visitando el zoo contemplarán una familia de primates entristecida, porque como los humanos, recordémoslo, los chimpancés tienen capacidad de duelo y por lo tanto sufren cuando alguien muy allegado muere.


La noticia de Coco, el gorila que intentó huir del zoo en 20minutos y ELPAÍS.

Web de Proyecto Gran Simio.

“La idea es radical pero sencilla: incluir a los antropoides no humanos en una comunidad de iguales, al otorgarles la protección moral y legal de la que, actualmente solo gozan los seres humanos.”

Coco prefirió morir de pie a seguir viviendo arrodillado. Tras los hechos los familiares de Coco se asustaron y echarán de menos al padre de familia
Qué o quienes poseen derechos? Aquellos que tienen capacidad de elección. Coco eligió huir. Ya era la hora.
¿Ignoramos que tenemos delante a nuestros antepasados más cercanos?; Nos preguntamos si ese policía hubiera actuado de la misma manera ante un humano deseoso de gozar de su derecho a la libertad. ¿Le pudo el miedo, el nerviosismo y el desconocimiento ..?; ¿Coco sólo será un nombre más en la lista negra?; Ya está bien de tratar a nuestros parientes como objetos de diversión o bichos peludos que hacen `”monerías”.
Pistola en mano…; « ¡Qué barbaridad!, le han pegado cinco tiros al pobre mono... lo han dejado hecho polvo», aseguraba un empleado de la limpieza, que no se explicaba por qué no le habían dormido con un dardo antes que sacrificarlo. «No son tan malos como para matarlos», aseguraba una señora que había visitado el zoo con un niño pequeño. Hacía este comentario ante la barra del quiosco L'Alqueria, situado a las puertas del zoo, y cuyos camareros, que escucharon los disparos y estaban estupefactos por lo ocurrido, aseguraron que «se han escapado otras veces, pero nunca había acabado así... le han disparado todo el cargador de la pistola». «Me parece muy mal», sentenció la mujer…” se publica en El Levante (El Mercantil Valenciano)
Coco murió innecesariamente acribillado a tiros; no era un criminal, no iba armado. Era un padre de familia, con esposa y cuatro hijos. Su crimen fue buscar una vida mejor para su familia, buscar la libertad para sus hijos nacidos entre rejas. Llevaba 27 años encerrado sin ser culpable de nada y finalmente unas balas asesinas le dieron la ansiada libertad que ya nadie le podrá robar. Murió acribillado delante de su familia... Se llamaba Coco y era un chimpancé.
Coco, un chimpancé esclavo-prisionero empleado de la Administración, prestaba su obligado servicio a cambio de comida. Antes de ser encerrado en la jaula hace 27 años, ya trabajo esclavizadamente en un circo. Alejado de su hábitat, era contemplado detrás de los barrotes del mundo “moderno” y “civilizado”.

domingo, 22 de enero de 2006

“Antígona” de Sófocles o la primera heroína griega

En otra (porque de nuevo hago referencia a mis asignaturas) maravillosa asignatura de la carrera, esta vez de libre configuración, pude por fin estudiar Mitología Griega con una profesora.
Acostumbrada como estaba a los libros de Homero y a los diccionarios mitológicos, me pareció increíble poder estudiar mitología de una forma ordenada y algo más lógica. Y, lo que es más, aprender de una persona que lo sabía TODO.
Tuve una muy buena profesora, que tenía pocas asignaturas en la universidad, con lo que las que se había dejado (porque tenía funciones en el Decanato) debían de ser las que más le entusiasmaban. Así, las clases eran un disfrute continuo y, sobre todo, un respiro después de horas y horas de clases de japonés.
La asignatura fue “Transmisión mítica en la literatura occidental”. Dedicada a la mitología griega y a cómo sus mitos y personajes fueron reelaborados por escritores occidentales posteriores (desde romanos hasta Unamuno).
Una asignatura entretenida, interesante, explicada de forma muy amena y construida entre toda la clase. La dinámica de clase era sencilla: la profesora exponía un mito griego, leíamos un texto en casa y al día siguiente comparábamos el texto con el original griego.
En el examen final, sabíamos una de las preguntas: “¿Cuál ha sido tu obra preferida y por qué?” Cómo no, fue Antígona.

Para explicar un poco quién es Antígona, empezaré por Edipo.
Es muy conocido lo de “complejo de Edipo” pero, ¿por qué este dicho?
Layo supo por el oráculo de Delfos que sería su hijo (aún no había nacido) quien acabase con su vida y quien, además, acabaría casándose con su esposa, Yocasta, y teniendo hijos con ella. Para evitar ese destino, Layo abandonó a su hijo en un monte, atado por los pies (por eso “Edipo”, que al parecer – yo no sé griego – significa algo así como “pies hinchados”). Pero Edipo fue rescatado por unos pastores y criado por el rey de Corinto, de modo que sobrevivió.
Con los años, Edipo conoció, también por un oráculo, que mataría a su padre y se uniría con su madre. De ese modo, quiso alejarse de Corinto, temiendo que serían sus padres adoptivos (los únicos que conocía) a los que se refería el oráculo. Durante su viaje, se encontró con un carruaje y, tras una discusión y la consiguiente reyerta, mató a su ocupante. Se dirigía a Tebas, ciudad amenazada por la esfinge. También es muy conocido el acertijo que ésta enunciaba a los que visitaban la ciudad. Éstos, al no ser capaces de descifrarlo, eran eliminados por ella. “Qué animal tiene cuatro pies por la mañana, dos a mediodía y tres por la noche?” Pero Edipo halló la respuesta: “El hombre”. Así, la esfinge fue derrotada. Como premio, Edipo desposó a la reina viuda de Tebas y decretó que cuando se encontrase al culpable que había acabado con la vida del rey, este sería exiliado. Con su esposa, Edipo tuvo cuatro hijos: Antígona, Ismena, Eteocles y Polinices.
Con el paso del tiempo, Edipo descubrió la verdad: el hombre que había matado de camino a Tebas había sido el mismo rey de la ciudad, Layo. Y él no estaba casado sino con su viuda, Yocasta, que a su vez era su madre. Así, pues, se cumplió la profecía del oráculo.
Al conocer la verdad, Edipo se arrancó los ojos.
Para cumplir su decreto, Edipo se exilió de Tebas.
Fue precisamente su hija Antígona quien lo acompañó al exilio, haciéndole de lazarillo.

Pero en “Antígona”, Sófocles la convierte en la protagonista de una tragedia. La convierte en una mujer valiente que se enfrenta al poder basándose en sus creencias y defendiendo sus derechos.

Sófocles escribe a mediados del siglo V a.C., en la época de Pericles, de los sofistas y de la guerra del Peloponeso.
Sófocles escribió durante la democracia radical de Pericles. Esta democracia radical que llegó a penas a su máximo apogeo cultural y artístico, acabaría siendo su propio fin. La época de los sofistas o la ilustración ateniense coincide con la época de esplendor de Sófocles y de Eurípides. Los sofistas creían en la razón humana y en el hombre como centro del universo. Pericles, que intenta aplicar las ideas sofistas a la política diaria y también al expansionismo (con la guerra del Peloponeso), hace que el estado ateniense suplante todas las acciones que antes eran responsabilidad de la familia y del individuo: la razón de estado prevalece sobre la de la familia o el individuo. Esto choca mucho con los intelectuales del momento; aunque los
sofistas son de esta opinión, otros, como Sófocles, no lo son.
A Sófocles le preocupan fundamentalmente tres temas:
- La familia.
- El individuo.
- La relación entre los hombres y los dioses.
Casi siempre acaba postulando que el estado no debe suplantar las ideas de la familia y del individuo. Además, hay ciertos ritos y tradiciones familiares en las que el estado no debe tomar ningún papel (tal es el caso de los ritos funerarios).
Además, frente a los sofistas que dicen que el hombre es el centro del universo, Sófocles dice que los dioses están por encima del hombre, por lo que el hombre habrá de ajustarse a las leyes divinas y con moderación.

Sófocles escribe “Antígona” y la presenta al concurso anual de tragedias. La obra ganadora lo era por votación popular, por aplausos, aunque se decía que en época de Pericles estaba amañado. En este concurso teatral, “Antígona” recibió el primer premio, a pesar de que a Pericles no le gustó en absoluto.
Lo primero que llama la atención en esta tragedia de Sófocles es que reciba el nombre de una mujer y que precisamente sea una mujer la protagonista. Estamos ante un cambio en el concepto de héroe: aparecen las heroínas. Antígona antes de esta obra sólo era conocida por pertenecer a la familia de Edipo y por haber acompañado a éste a su exilio.

El dilema que se le plantea a Antígona es que, aún sabiendo que se ha prohibido bajo pena de muerte que se entierre a Polinices, se trata de su hermano, y ella debe cumplir con una obligación familiar y religiosa. Si un muerto no es enterrado, su espíritu vagará sin descanso.

Personalmente, lo que más me llamó la atención de la obra fue el diálogo entre Antígona y Creonte y el magnífico equilibrio entre los dos personajes.
Aunque me siento bastante identificada con la personalidad de Antígona, mientras leía la obra no dejaba de pensar que Creonte tenía sus razones para haber prohibido el entierro de Polinices y para verse obligado a castigar a Antígona. Creonte ha llegado legítimamente al poder y ha decretado muerte para quien entierre al traidor Polinices. Su interés es, como gobernante, el de la ciudad, y este interés está por encima incluso de la familia.
Creonte es la parte más racional y Antígona la sentimental (al modo de ver más actual), aunque ellos creen que son razones puramente lógicas las que los mueven a actuar. Sin embargo, los dos exigen que el otro acepte sus motivos y no están dispuestos a ceder ni un ápice.

El punto álgido de la obra, con un diálogo de enorme interés y tensión, es el momento en que Antígona es presentada ante Creonte como la persona que enterró a Polinices.
El enfrentamiento de Antígona y sus palabras me parecen impresionantes, aunque también es cierto que llega a ser soberbia y egoísta cuando se convierte en heroína. Su hermana Ismena quiere compartir su castigo, la muerte, pero Antígona no quiere que lo haga, ya que no la apoyó desde un principio; además, Creonte llega a arrepentirse de lo que ha hecho, pero Antígona no se arrepiente en ningún momento.
Aquí presento parte de este diálogo, las partes que me gustaron más y que leí con más atención.

“CREONTE.
Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?
ANTÍGONA.
No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar alguien: ya veía, ya, mi muerte –y cómo no?—, aunque tú no hubieses decretado nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia: quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no desgracia, para mi, tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara, entonces, eso si me sería doloroso; lo otro, en cambio, no me es doloroso: puede que a ti te parezca que obré como una loca, pero, poco mas o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi locura.”

“ANTÍGONA
¿Qué esperas, pues? A mi, tus palabras ni me placen ni podrían nunca llegar a complacerme; y las mías también a ti te son desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria que enterrando a mi hermano? Todos éstos, te dirían que mi acción les agrada, si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.”

Al final de la obra, las leyes naturales están totalmente trastocadas: Creonte no deja enterrar a un muerto y hace enterrar viva a Antígona.

“ANTÍGONA.
¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos para encontrar a los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya Perséfona, todos de miserable muerte muertos: de ellas, la mía es la última y la mas miserable; también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que. El destino me había concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti, madre, y tú me aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi mano los lavé, yo los arreglé sobre vuestras tumbas hice libaciones. En cuanto a ti, Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que obtuve... Las personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque, ni se hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado consumiéndose de muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera sumido este doloroso papel. ¿Que en virtud de qué ley digo esto? Marido, muerto el uno, otro habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el mío. Pero, muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te honré a ti mas que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿y cuál? ¿De qué puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el título de impía, y si el título es valido para los dioses, entonces yo, que de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados, que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia.”


Antígona” en Ciudad Seva, de donde he sacado estos fragmentos.

Sófocles y el drama griego” en Nueva Acrópolis.

Opiniones sobre “Antígona” en la Biblioteca Católica Digital.

Escritos sobre el personaje de Antígona. Más enlaces.

domingo, 15 de enero de 2006

Los ainu y Kindaichi Kyôsuke

Es curioso lo poco que sabe la mayoría de la gente de los ainu y de su cultura.
Nadie se imagina que hasta hace “poco” existiese en Japón un pueblo que no fuese el que generalmente conocemos como japonés, ya que japoneses lo son los dos. Un pueblo más cercano al tipo caucásico que al comúnmente conocido como amarillo, con una cultura completamente diferente a la japonesa, su lengua y sus propias creencias religiosas.

Para hablar un poco de dicho pueblo y para recordar, también, la maravillosa asignatura de “Análisis de Textos Modernos Japoneses”, voy a publicar aquí parte de los apuntes históricos, folklóricos y literarios de la asignatura. Además, por qué no, mi traducción personal de un texto de Kindaichi Kyôsuke.

Ø Un poco de historia

El Shogunato de Edo tuvo un tratado con Rusia. Había que concretar la frontera entre Japón y Rusia, pues en Sakhalin y las Kuriles se encontraban tanto comerciantes rusos como japoneses. En 1855, se escribió un artículo sobre las Kuriles, estableciendo la isla de Etorofu, perteneciente a Japón, como el límite con Rusia. Sobre Sakhalin, se estableció una co-propiedad, algo que se hizo muy difícil de sobrellevar. Tras la Revolución Mejí, en 1875 hubo otro acuerdo entre los diplomáticos japoneses y rusos y se decidió que Japón concedería la propiedad total de Sakhalin a cambio de quedarse con la Kuriles.
De 1904 a 1905, con la guerra ruso-japonesa, tuvo lugar la primera guerra moderna para Japón, que, contra todo pronóstico, la ganó. Japón ganó la guerra gracias a los buques que importó de Chile (aunque los países neutrales no podían vender a países en guerra). En el Tratado de Portsmouth, Japón ganó el sur de Sakhalin. Hasta entonces, japoneses y rusos habían invadido las tierras ainu durante cien años. Había un gran interés en la zona por sus recursos (ocas, zorros, osos).
Tras la guerra ruso-japonesa, Rusia concedería el sur de Sakhalin a Japón. Pero, al ser derrotado en la Segunda Guerra Mundial, Japón devolvería forzosamente el sur de Sakhalin a Rusia.

Ø Un poco de lingüística

Se trata de un texto de Kindaichi Kyôsuke, catedrático de lingüística de la Universidad de Tokio. Es el iniciador del estudio de la lengua y la cultura ainu en Japón, y este texto suyo se utiliza en la clase de lengua de la enseñanza secundaria. Se dice de Kindaichi era pobre, porque en su casa de Tokio siempre tenía y mantenía a ainu, sobre todo ancianos, para aprender de ellos.
Esta obra de Kindaichi Kyôsuke, “El pueblo del norte” (北の人) es un ensayo.
Según Kindaichi, no hay que menospreciar la cultura ainu. La civilización corre de lo alto a lo bajo, como el agua, pero no así la cultura: el valor de cualquier cultura es el mismo.
Dentro del vocabulario ainu, hay mucho japonés, pero al revés hay una verdadera escasez (por ejemplo, en japonés あつし, abrigo, tiene procedencia ainu; también muchos nombres de árboles vienen del ainu). La toponimia del norte de Honshû, Hokkaidô (antiguo Ezo) y también las Kuriles (Chishima) y Sakhalin (Karafuto) viene en muchas ocasiones del ainu.
Un caso que sería importante descifrar es el de “kamui” y “kami”, palabras utilizadas para “dios” en ainu y japonés. Al ser un concepto central en la cultura, sería importante saber si es importado de otra cultura.
Los ainu en territorio japonés casi han perdido su identidad racial y cultural, mientras que los que viven en territorio ruso (en el norte de Sakhalin) mantienen algo más de su lengua, pues se enseña en la escuela primaria. Ni los ainu ni los habitantes de Siberia ni del norte de Asia (como los esquimales) tenían letras. En japonés, el ainu se escribe en rômaji, y en ruso en cirílico.
J. Bachelor viajó a Hokkaidô para predicar el protestantismo entre los ainu. Es el autor del “Ainu-English Dictionary”, casi el único en su especie. También escribió en inglés “Cuentos populares de los ainu”.
Fue criticado por Kindaichi y Chirimashiho, pero es lógico porque fue el pionero en la búsqueda y el estudio de los ainu entre los occidentales.
Chirimashiho es discípulo de Kindaichi. Chirimashiho es un ainu. Kindaichi, al visitar una aldea ainu, encontró entre ellos a un chico muy inteligente que llevó a su casa en Tokio. Pagándole la escuela secundaria, terciaria y la universidad en la sección de lengua inglesa; Kindaichi quería que Chirimashiho estudiase la lengua y literatura inglesa y que se hiciese profesor en Hokkaidô. Los padres de Chirimashiho, que tenía una casa bastante rica y conocían la lengua ainu, querían que sus hijos estudiasen en japonés, así que la lengua materna de Chirimashiho era el japonés. Chirimashiho fue discriminado racialmente en Tokio y acabaría querían estudiar la lengua de sus padres, cosa a la que se oponía Kindaichi. Chirimashiho aprendió la lengua ainu en sus visitas a la aldea y superó el nivel de su profesor y protector Kindaichi. Tras graduarse en lingüística, Chirimashiho se hizo especialista en lengua ainu y acabó como catedrático en la universidad de Sapporo (Hokkaidô). Debido a una enfermedad de corazón, moriría antes que su maestro.
Hoy día, lógicamente, hay más especialistas de lengua ainu.
En la universidad de Tokio se están estudiando textos de ainu de Sakhalin del siglo XIX. Una tía de Chirimashiho, ya anciana, había sido ayudante de Bachelor. Para que los cantos épicos que conocía no se perdieran, se decidió a escribir en un cuaderno toda su memoria. Moriría dejando 30 cuadernos escritos. Kindaichi estaría traduciendo esos cuadernos hasta el fin de sus días.
También existe el caso de un ruso desterrado a Sakhalin que se dedicaría a estudiar allí la lengua y el folklore ainu. Entonces aún no había magnetofón, tan sólo los tubos de cera inventados por Edison. En ellos grabaría cuentos ainu y los llevaría a San Petersburgo. Cincuenta años después de su muerte y con la Perestroika en la Unión Soviética, se encontraron muchos de esos tubos, aunque no se podían reproducir. Con la ayuda de la empresa Sony, se reprodujeron y así hoy se conocen cuentos y canciones populares de hace 150 años.

Ø Mi traducción

“Unas palabras sueltas”, de Kindaichi Kyôsuke

Novedosa aún la alegría de haber vuelto a Japón la mitad sur de Sakhalin[1] tras treinta años, en aquel entonces aún se mostraba por encima de las olas la mitad de los restos del gigantesco buque ruso Norwick que encalló en el puerto de Ôdomori[2].
¿Cómo diferenciar la lengua ainu de Sakhalin y la de Hokkaidô? ¿Cuál es la forma de hablar de los ainu de Sakhalin? ¿No habrá, por un casual, una epopeya típica ainu en la que se recoja su tradición? Son las preguntas y soluciones que hasta ahora han formulado los lingüistas. Pero, haciendo una prueba en ese dialecto, ¿no podrían, por un casual, verificarse?
Esa fantasía ocupaba plenamente mi corazón. De un sueño pasó a ser una tentación y, con los recuerdos históricos del nuevo territorio, finalmente llegué a pensar en explorarlo solo.

Verano del año 40 de Meiji. El 12 de julio, sólo en Ôtaru[3], mezclado con la arboleda en la montaña profunda de Sakhalin, el sakura[4] de la montaña florecía aquí y allá.
Esperando el barco en Ôdomori, mientras me lamentaba cada día de la espesa niebla, me iba impacientando. Al menos hice mi aprovisionamiento de arroz y miso y me hicieron el favor de dejarme subir en el pequeño barco de vapor de la patrulla de la Oficina Pública. El día 12 fue cuando me embarqué rumbo a la costa este. Aunque sobre las olas la niebla fuese espesa, la segunda noche dormí en la cubierta y, la mañana del día 27, enviado en un bote del buque principal, dejé mis primeras pisadas en el poblado ainu de Ochobokka.
Pero, pensando y repensando todo el tiempo en la gente a la que vine a visitar, una persona como yo, el que viene de quién sabe dónde vagando como un perro, una vida que no despierta interés, no sería ni divertido ni interesante ara la gente del poblado. Aunque no habría debido hacerlo, al ser uno entre las figuras con ropa occidental en el barco de la Oficina de Gobierno de Indígenas
[5], con sentimientos como el del vigilante de la maliciosa oficina pública, dudando del lugar al que iba, el lugar en el que estaba, con cautela y dando la espalda a cualquiera, acabé callándome. E incluso la gente que reía ruidosamente cesó de reír, y la gente que estaba reunida se dispersó. Esa tristeza no se puede explicar. Sin poder comunicarme en absoluto y sin poder recoger ni unas palabras sueltas, oscureció el día en vano.
Como era una persona que había bajado del barco de la oficina pública, dejaron vacía la estancia de invierno del jefe de la tribu Pishitaku y me permitieron alojarme allí solo. Sobre las tres comidas diarias, igual que las muchachas tatuadas se lavan el pelo, calladamente se llevaban mi cazuela de arroz y miso y, una hora después me dejaban silenciosamente arroz y una sopa calientes. Al final, acababa escapándose con rapidez. De día, me consolaba con mirar las figuras de los ainu pintados en los dibujos que tenía frente a mis ojos, pero cuando se hacía de noche, en una oscuridad en la que ni se veía para poder sonarse la nariz, el único sonido que escuchaba era el de las olas, melancólicas, golpeando en la costa y retrayéndose. Sin compañía, la tristeza me embargaba; sentía que mis circunstancias eran las mismas de quien nace sordo y ciego.
Al segundo día, oscureció de la misma manera. El tercer día, lo mismo debía repetirse.
El cuarto día pasó algo. La tristeza dejó de ser simple tristeza y, un mes después de salir de Tokio, me preguntaba si debía volver finalmente sin ningún resultado. Esa ansiedad y melancolía me turbaban el pensamiento. Justamente entonces, como un fogonazo, algo sucedió mientras estaba afuera.
De casualidad, había detrás unos niños jugando mientras gritaban algo. Yendo a ninguna parte, fui atraído en esa dirección: quería coger al menos una palabra. En silencio, escuché con atención. ¿Cuál sería su pronunciación? Parecía que hipaban al gritar, y no podía captar ni una palabra. Aunque estuviese cerca de ellos prestando atención, los niños únicamente parloteaban sin preocupación. Uno me sorprendió y, haciendo sonar el ruido metálico de la navaja que llevaba pendiendo de la cadera, me preguntó: “¿Tanpe neppu ne ruehean?” (“¿Qué pasa contigo?”). Todos los niños me miraron a la cara y enseguida, gritando todos a una “¡Uah!” se escaparon, esparciéndose como crías de araña.
"No me entenderían", me decía para mí mismo, "no conseguiré nada". Mientras, unos tras otros reunidos, gritando algo en voz alta, jugaban. Me acerqué otra vez. Esta vez, cambiando el lenguaje, señalé el pendiente de la oreja de uno de los niños y pregunté: “¿Makanaku aiepu ne rue?” (“¿Cómo se llama?”). Otra vez, volviéndose, todos los niños miraron hacia arriba y, a la orden de “¿Qué dices tú?”, chillando “¡Uah!” salieron huyendo.
Entre los niños, había uno vestido con una ropa como la de las pinturas chinas (quizá una mercancía extranjera de la zona de Manchuria). Como era bastante interesante, empecé a bosquejar al niño en el cuaderno en que debía recoger el vocabulario, pues no podía hacer otra cosa.
El niño que me descubrió observándole mientras movía y volvía a mover el lápiz, gritó algunas palabras. Otros niños me miraron y gritaron algo. Dejando de jugar, todos me prestaron atención. Primero, el niño que me pilló al principio, titubeando, se acercó agachado a mí y se asomó de una forma rara a lo que yo estaba pintando. De repente, vinieron todos en tumulto y se asomaron. Los mayores, señalando al niño que llevaba la ropa de estilo chino, parece que dijeron algo así como “¡Ha dibujado a éste!” Entonces, formando jaleo, asomándose por los lados y por detrás, sin ninguna educación, señalando con el dedo y apuntando a mi dibujo en lo que parecía querer decir algo así como “Esto es la cabeza, esto los pies, esto las manos”, su propio descubrimiento se convirtió en mi orgullo: estaba consiguiendo una explicación. Pero no entendía ni una palabra en absoluto.
Fue entonces. De repente me di cuenta, pasé a una página nueva y, de forma que cualquiera pudiese entenderlo con facilidad, dibujé en grande la cara de un niño. Dibujé los dos ojos, y los mayores fueron los primeros en decir “shishi, shishi”. Otros dijeron “shishi”, y otros más “shishi”; y, finalmente, todos los niños gritaban “¡shishi! ¡shishi!”. Eran muy ruidosos. Entonces les dije exactamente “Ojos, son ojos”. “Sí, ojos. ¡Ojos! ¡Ojos!”, se les oía decir.
Eso es: los ainu de Hokkaidô llaman a los ojos “shik” y en Sakhalin no se les llama “shik”. Como eso me entró en la cabeza como un rayo, rápidamente tracé una línea desde los ojos del dibujo y anoté en una esquina del cuaderno “shishi”. Entonces, dibujé lentamente una nariz. Los mayores, con voz aguda, gritaron: “¡etu-pui! ¡etu-pui!” Y los niños gritaron al unísono: “¡etu-pui! ¡etu-pui!” Conteniendo las ganas de reír, tracé una línea desde el final de la nariz y en el extremo escribí “etu-pui”. Después, al dibujar la boca, los mayores, como yo esperaba, fueron los primeros en vocear: “¡chara! ¡chara!” Cuando dibujé las cejas, “¡raru! ¡raru!”; cuando dibujé la cabeza, “¡sapa! ¡sapa!”; y cuando dibujé las orejas, “¡kisara-pui! ¡kisara-pui!”
En poco tiempo recogí, aunque no lo esperaba, diez nombres entre cuerpo y extremidades. Con lo divertido y agradable que fue, no tuve ningún problema. Porque ellos lo recibían como si se tratase de una competición.
Pero entonces quise saber cómo se decía la palabra “qué”. Si se entendiese fácilmente señalando algo, podría obtener el nombre. Por eso, según lo pensé, pasé otra página y esta vez tracé líneas de forma absurda, como gurruños. Los mayores ladearon la cabeza y gritaron “¡hemata!” Al hacerlo, todos los otros niños, poniendo caras raras, gritaron “¡hemata! ¡hemata!” "Vaya, en Hokkaidô "qué" se dice "hemanta"", me dije. A modo de prueba, miré a mi alrededor, cogí unas piedrecitas a la altura de mis pies y les dije: “¿hemata?”
Sorprendentemente, los niños reunidos dirigieron su mirada a mis manos y gritaron al unísono: “¡suma! ¡ suma!”.
En Hokkaidô, a las piedras se las llama “shuma”. Al hacer eso, comprobé que “suma” era “piedra” y que, efectivamente, no había diferencia entre “hemata” y “qué”.
En ese momento cargado de valor, agarrando con fuerza la hierba que estaba junto a mis pies, la alcé y dije: “¿hemata?”; los niños gritaban: “¡mun! ¡mun! ¡mun!” mientras brincaban. Estaba tan feliz que me puse a reír y a brincar con ellos.
En lo que era un ridículo, agarrando mi barba de menos de un centímetro y con siete u ocho pelos, les pregunté: “¿hemata?” Correspondiéndome, los niños rieron diciéndome: “¡nohkiri! ¡nohkiri!”, y anoté “nohkiri”. Quién sabe, quizá “nohkiri” signifique “barbilla”. A los ojos de un niño ainu acostumbrado a las caras barbudas, la barba que yo mostraba no podría catalogarse como barba y creerían que yo señalaba mi barbilla.
Pero, en unos instantes, del modo en que lo estaba haciendo, me animé al recoger un vocabulario de 74 palabras. En aquel momento, me encontraba en un lugar en el que muchos adultos estaban atrapando las truchas que se juntaban en la orilla del río y, nada más memorizar el vocabulario, que subía como la espuma, probaba y me atrevía a utilizarlo.
Señalando las piedras de la orilla, gritaba “suma”; señalando la hierba verde, “mun”; al mirar a las truchas, “hemoi”; al señalar la cabeza de las truchas, “hemoi-sapa”; al señalar los ojos de las truchas, “hemoi-shishi”; al señalar la boca de las truchas, “hemoi-chara”.
Las caras barbudas que hasta entonces no se reían, mostraron sus dientes blancos por entre el pelo greñudo. También las caras de las mujeres que hasta entonces miraban hacia otro lado al verme, mostraban sus dientes blancos por entre sus tatuajes azules. Todos reían abiertamente. Entre ellos, también los había que agitaban las redes que llevaban en las manos, que señalando la arena decían “ota”… Rápidamente, mientras imitaba su pronunciación, lo escribía en el cuaderno y, con curiosidad, algunos se acercaban a mirarlo. Cuántas mujeres habría allí reunidas es algo que no puedo saber. Hubo algunas que pronunciaron lo que parecía un sonido de admiración.
Sólo en ese intervalo de tiempo, entre lo que éramos todo el escenario y yo había caído de golpe un telón que obstaculizaba la vista. Así, se abrió de repente ante mí el inesperado jardín del paraíso. Precisamente el vocabulario que me había tenido firmemente aislado, fue el único caminito que me llevaba hacia el corazón del castillo, como el agua que logra fluir por el canal. Llegado hasta aquí, sin vacilar los eché a todos y seguí, casi fanáticamente, por ese caminito adelante.
Después de una semana, me dejé ver un poco y de todas partes me llegaban palabras. Al despertarme por la mañana, antes de pasarme por la orilla del río con mi toalla colgada para lavarme la cara, a ambos lados de las cabañas de los ainu me decían: “¿Nakkene eoman kusu?” (“¿Dónde vas?”), “¿Temana eki kusu?” (“¿Qué tal?”) o alguna otra cosa; como las langostas que vuelan sobre el arrozal, una tras otra, casi sin parar, me hacían hablar. Yo reía al poder contestar hábilmente y al equivocarme al contestar. Al lavarme la cara, los niños que estaban despiertos me seguían para hacerlo ellos también. Por la noche, jóvenes y ancianos, aunque en un principio había estado vacío, llenaban el lugar donde me hospedaba bailando, cantando y charlando.
El día 14 desde mi llegada, ya sin obstáculo en la mayor parte de la conversación, realicé un sumario de la gramática y del vocabulario de la lengua ainu de Sakhalin y recogí tres mil líneas de la antigua epopeya cantada de Sakhalin a modo de recuerdo. Y me despedí de jóvenes y ancianos del poblado del que siempre me quedaría un recuerdo inolvidable.
[1] Sakhalin, en japonés Karafuto.
[2] Ciudad de Hokkaidô (isla más septentrional de Japón).
[3] Ciudad de Sakhalin.
[4] Flor típica japonesa, a menudo traducida como “flor de cerezo”.
[5] Oficina que en la actualidad ya no existe en Japón.

Lenguas aisladas: la lengua ainu
The Ainu Museum
Los ainu en Wikipedia

miércoles, 11 de enero de 2006

OSCAR para Christian Bale

“El maquinista”
“American Psycho”
“Mujercitas”

No soy crítica de cine, no tengo ni idea de las películas, no me sé el nombre de ningún director (salvo Spielberg y algunos directores españoles) y soy capaz de confundir a todos los actores que hoy tienen 60 años o más (Robert Redford y los de su quinta). Además, confundo a Richard Gere con otro actor del que ahora mismo ni recuerdo el nombre.
Cuando veo una película, casi nunca presto atención a la banda sonora, no cuento como punto a favor de una película los efectos especiales ni la animación por ordenador y no suelo recordar los nombres de los personajes.
Exactamente: puedo ser un desastre si me pongo a opinar sobre películas…
Pero, ¿por qué no? Quizá lo productivo sea que mis críticas no sean las habituales: soy capaz de reconocer al doblador en un sinfín de series y películas, hay ciertas actrices a las que me reservo el derecho de vetar como protagonistas (y también a Jim Carrey, por qué no), intento definir el público objetivo de la película, bajo puntos a las películas que utilizan ciertas frases prototípicas (como “lo haré por América”), etc.
En mi perfil pongo ejemplos de las películas que me suelen gustar, por si sirve de algo.
Pero, ante todo, como primera opinión sobre cine, pido piedad y pido que nadie se sienta ofendido porque vete a Jim Carrey (salvo en “El show de Truman”) o porque piense que Tom Cruise es irremediablemente feo. ¿Ofendo a alguien por no comer pimiento?

Sólo he visto tres películas de este grandísimo actor, Christian Bale, y le tengo que nominar. Me parece que interpreta como pocos y que le viene bien cualquier registro.
No gesticula en exceso, no elige personajes absurdamente excéntricos (porque excéntricos, la verdad, sí que lo son)… En estos dos piropos hay una crítica implícita a otro actor del que no diré nada, que me encanta, pero que está bajando en mi lista.
El papel en “Mujercitas” no es grande y el papel de “American Psycho”, desde mi punto de vista, lo ha clavado. Lástima que el director no fuese más explícito (aunque no me habría gustado ver las escenas violentas, la verdad es que la película quedó bastante floja en ese sentido y, sobre todo, cuando mató a Jared Leto, parecía un poco película gore de garaje – o video casero, en definitiva).
Es “El maquinista” LA película. Tras ver esa película, da la impresión de que Christian Bale se siente en la “cuchara” de una catapulta para salir volando hacia la escalinata con la alfombra roja.
En primer lugar, es impresionante el cambio de cuerpo. Parece que el protagonista de “American Psycho” no fuese el de “El maquinista”. Es como comparar a un atleta con un refugiado. No tiene nada que ver. Christian Bale adelgazó 40 kilos para dar vida al protagonista. No quiero ni pensar en los kilos que ganó para interpretar a Patrick Bateman.
En segundo lugar, porque es una interpretación magnífica de una persona atormentada. Insomnio, trabajo rutinario… El comienzo de la locura.
Y, además de ensalzar a Christian Bale, habría que animar a la gente a ver esta producción española, con actriz española (Aitana Sánchez Gijón), que me parece cien veces mejor que “Los otros” y que no ha sido tan promocionada aunque sea la suya, a mi parecer, una situación similar..
Aunque no dudo que Nicole Kidman hiciese un gran trabajo para adaptarse a su papel en “Las horas”, no llego a comprender por qué ella, con una nariz postiza, fue nominada para los Oscar y no así Bale, que usó su cuerpo para un papel y tuvo que sostenerse en él, con 40 kilos de menos, en su vida diaria.

Y, antes de leer un poco más sobre la película, vedla. No tiene desperdicio. Y, como “El sexto sentido” o “Los otros”, mejor no pedir una explicación sobre el argumento… Es lo que suele pasar con las películas de misterio y semi-terror psicológico. Si no estás mordiéndote las uñas mientras la ves, no tiene sentido.


Biografía y filmografía del actor.

Christian Bale habla de “El maquinista”.

Especial de Fotogramas sobre “Actores que cambian de cuerpo” dedicado a Bale.

domingo, 8 de enero de 2006

“El pabellón de oro”, de Mishima Yukio

"El pabellón de oro", un buen libro como primera entrada y un bonito lugar como fondo.
Cuando pienso en el pabellón de oro hay dos palabras que siempre vienen a mi cabeza: destrucción y belleza. Siempre se dice que van unidas, que “la destrucción es bella” o que “la belleza trae destrucción”. Cosas de ese tipo. Por ejemplo, podría decirse que la seducción es una bella destrucción.
“El pabellón de oro” es el único libro de Yukio Mishima (como en occidente se le suele conocer) que he leído hasta ahora. Tengo un par de ellos en casa, pero aún no he leído ninguno más.
Siempre he pensado que hay miles de libros en el mundo y miles de autores, por lo que, si quiero conocer un poco de todo, no puedo encerrarme y leer todos los libros de un mismo autor.
Al parecer, Yukio Mishima engancha. Será por la destrucción. Conozco a muchas personas a las que les encanta decir que han leído todo lo que hay traducido de Mishima o que han leído no-sé-cuántos libros. O quizá es la curiosidad por un personaje como Mishima, que además de personalidad es personaje...
Yo, por ahora, voy servida con “El pabellón de oro”. Y, quizá, parece que lo digo pensando que es suficiente, que no quiero saber nada más de este autor. Pero no es así.
“El pabellón de oro” es una historia magnífica. Es una historia que se basa en un determinado hecho histórico (no lo desvelaré, para quien no lo haya leído) y el autor hace girar en torno a dicho hecho una serie de vidas de personas diferentes, incomprendidas, raras y sus diferentes, incomprendidas y raras historias.
“El pabellón de oro” es un libro como los que a mí me gustan: el argumento no necesita ser complicadísimo pero sí sus personajes. Especialmente, el protagonista. Ya no recuerdo ni su nombre, pero sí su personalidad, esa vida llena de agresividad y admiración, una forma humana de expresar la destrucción y belleza que hay a su alrededor.
El protagonista vive obsesionado por la belleza. Día y noche, hora tras hora, sólo piensa en la belleza de un edificio de oro que no es barroco ni abigarrado, sino que es un edificio sencillo y ligero, de madera, pero tan brillante y abrumador al mismo tiempo como el oro que lo recubre.
Muchas personas que conozco se hartaron del libro por las descripciones de la belleza, por los pensamientos enrevesados de Mizoguchi (no he podido evitar buscar su nombre por la red).
Pero me parece una obra maestra precisamente porque una persona de las características de Mizoguchi puede haberme llegado hasta lo más profundo de mi ser. No hasta el corazón; desde luego, no es una persona admirable ni entrañable… Pero una persona agriada, fea por dentro, obsesiva, compulsiva y, tal como yo lo recuerdo, alguien con quien no me gustaría encontrarme, llegó a ser parte de mí durante un tiempo. Y hubo un escritor capaz de hacer que me identificara con su forma de pensar, que llegase a pensar que su forma de ver el mundo es la correcta.
Sólo por eso, aparte de por las historias y las descripciones de Mishima, agradezco haber leído este libro.

Para quien quiera leer el libro está esta opinión que acabo de escribir.
Lo recomiendo cien por cien. Aunque quizá deban abstenerse aquellos a quienes les gusten los libros con muchos diálogos y mucha acción, o aquellos otros a los que no les gusten nada las descripciones.

Para quien quiera saber un poco más de Mishima, estos son mis apuntes de clase sobre él. Recomiendo no leer el párrafo que habla de “El pabellón de oro” para no desvelar lo que a mí me desveló todo el mundo antes de leerlo.
Además, añado unas páginas web que me han gustado cuando he mirado lo que había en internet. Advierto que suele ser muy habitual que se desvele lo que ocurre en el libro o que se cuenten las historias completas, de principio a fin, en las páginas que hablan de él (estas en particular no lo sé, no las he leído enteras).

Desde pequeño siempre le cuidó su abuela, que no le dejó vivir con sus padres. Su abuela tenía un gusto clasista y algo rancio; consintió mucho a Mishima, que creció envuelto de juguetes y libros sobre samurais. El ambiente de la clase alta y su crianza particular (sus hermanos no fueron separados de sus padres) le confieren un carácter bastante especial.
Mishima era hijo de un funcionario público y, como tradición familiar, estudió Derecho y entró como funcionario en el Ministerio de Hacienda. Consiguió con facilidad superar la oposición, pero nunca le gustó el trabajo y lo dejó.
Fue descubierto por Kawabata. Y es que en ambos se nota una especial sensibilidad hacia el mundo tradicional, aunque la estética de Mishima quizá sea más ますらおぶり (valor, decisión, voluntad más masculina) que la de Kawabata, más bien たおやめぶり (más femenina).
Mishima se casó y sólo tuvo hijas. Exigía en su casa un gusto de nobleza refinado. Su talento es indiscutible, y además fue muy activo durante toda su vida: aunque principalmente fue escritor, también fue dramaturgo, actor y entrenó su propio ejército privado. Quería probar todos los géneros posibles de expresión. Guardó gran amistad con un famoso travesti de Japón, para quien escribió una obra de teatro. Siempre producía en diversas actividades al mismo tiempo. También se comprometió mucho con el movimiento estudiantil del 64 (organizó un debate universitario). Entonces, los estudiantes estaban influidos por Mao y eran principalmente de izquierdas, mientras que él, también contra el Acuerdo de Seguridad con EE.UU., era nacionalista.
Mishima leyó mucho sobre cultura occidental, aunque sus novelas están más metidas en las tradiciones japonesas.
Aún así, tiene dos o tres obras que son una excepción (tras su viaje a Grecia, se vio influido por aquel ambiente y paisaje). Tal es el caso de “El rumor del oleaje”, de 1956 (潮騒).
Como novela confesional está “Confesiones de una máscara, de 1949 (仮面の告白). Esta novela es una especie de biografía, una especial interpretación de lo que son las novelas del yo. En ella se confiesa la inclinación homosexual en la niñez y la adolescencia del protagonista. Una vez se enamoró de una chica, pero era un falso intento de “ser normal”.
Mishima fue un autor muy prolífico.
Entre sus muchas producciones, una de las más valoradas por su estructura y la más emblemática es 金閣寺, “El pabellón de oro”. Narra la historia del aprendiz para bonzo Zen que, accidentalmente, quemó el templo. Mishima crea a un joven atormentado por su tartamudez, que se lanza a su deseo destructivo precisamente contra aquello que es más apreciado por él. Al principio siente una obsesión estética que le viene de su padre. La imagen del Pabellón de Oro es la imagen de la Belleza misma. Tanto llega a admirar el templo que le obsesiona y llega a ser una barrera para seguir viviendo. Escribe en primera persona, y consigue, con su maestría, que el lector entienda los razonamientos ilógicos del protagonista. Al tratarse de un hecho real, hizo una gran investigación antes de escribir la novela.
Hacia el final de su vida escribió una Tetralogía (1970). Dicha Tetralogía se conoce como “El mar de la fertilidad”, y cuenta con “Nieve de primavera”, “Caballos desbocados”, “El templo del alba” y “La corrupción de un ángel”. Esta última narra la creación de un ser humano deplorable, que se convierte en una persona absolutamente mala. En “Caballos desbocados” y “Nieve de primavera”, se pueden trazar hitos de la historia japonesa del momento (el movimiento estudiantil, la lucha contra el gobierno…).
Pero su cenit no es precisamente la última etapa de su vida, ya que sus últimas obras están demasiado intencionadas, demasiado hechas para llamar la atención, o son experimentos.
Quizá la muerte por él dramatizada también pudo ser una denuncia de los movimientos sin acción. Se suicidó en un cuartel, frente al general, y citó a la prensa para que recogiesen toda la noticia (al día siguiente, la imagen de Mishima tras cometer seppuku era portada del diario Asahi).



Mishima Yukio Cyber Museum”, en inglés (para quienes quieran leer un poquito en japonés o, al menos, intentarlo, que pinchen aquí).
- Completísima biografía.
- Bibliografía en diferentes idiomas.

Yukio Mishima (1925-1970)”, en inglés.

Biblioteca Digital Ciudad Selva”, en español.
- Cuentos digitales de Mishima.