martes, 23 de octubre de 2007

Historias de Madrí 1. Recuerdos en papel

Martes 23 de octubre a las 23.43h., escuchando “Kaboom!”, de la B.S.O. de “Anatomía de Grey”

Así solía empezar cada vez que escribía en mi diario de adolescente y post-adolescente (cursiva incluida):
1. Día de la semana
2. Día del mes

3. Mes
4. Hora y minutos
5. Canción, autor y disco (aunque desconozco el autor en este caso)

Después no me andaba con rodeos y nunca empezaba con “Hoy…”


Estaba yo en la estación de tren de Nuevos Ministerios, como todas las tardes, pero hoy enfrascada en una novela, no en el periódico gratuito de gratuitos sucesos y no tan gratuitos escarceos de famosos.

De repente, he sentido que tenía de nuevo 19 años y me encontraba en el segundo semestre de mi primera carrera. Concretamente, en la asignatura de Inglés II. Las uni-mesas para cinco o siete alumnos, dependiendo del lado del pasillo, y las sillas plegables en las que fácilmente te enganchabas las medias y te hacías el carrerón de la semana. Y las cuatro tontas de siempre a las 20.30h. en clase, escuchando cassettes una y otra vez…

The next train to Seville departs at half past ten”. Esto, por supuesto, a modo de memoria “inventiva”, ya que no recuerdo lo que decían aquellos diálogos. Pero siempre eran diálogos “espontáneos” en aeropuertos o grabaciones de (otras) grabaciones que se difundían a través de los altavoces de alguna estación.
Estaba yo en la estación de Nuevos Ministerios, como todas las tardes, y, como muchas de ellas, he oído un anuncio por megafonía. Después de oírlo, lo he escuchado y, finalmente, no lo he entendido. Me consta que sorda no soy y que no tengo déficit de concentración… Es que así es la infraestructura ferroviaria, que no se limita sólo a las vías, las catenarias o los trenes mismos.
Sólo he entendido las siguientes palabras: “Colmenar” y “Alcobendas”. No he podido reprimir una sonrisa de las que dejan ver los dientes y soltar un leve bufido, como cuando algo te hace gracia pero no lo quieres admitir. Sólo que a mí sí me hacía gracia, y mucha, comprender de pronto por qué en la carrera no era capaz de descifrar los listenings de aeropuerto…

Y la aventura ha acabado en Chamartín.

Porque en el tren en el que he subido sí que funcionaban los altavoces (no en todos funcionan). Asientos de plástico, cáscaras de pipa en el suelo y caras de cabreo de los que quieren regresar a sus casas.
En Chamartín nos hemos apeado todos, donde la multitud esperaba a que las pantallas del andén diesen algún tipo de información más allá de “tren sin servicio”.
Arriba no había mucha más información que abajo, ya que en estas pantallas ni siquiera aparecía el anuncio de “sin servicio”. Me imagino a la pobre gente que habrá bajado corriendo desesperada por coger el tren que seguía parado y con las luces apagadas en la vía 11.

Ponerse una determinada música a la hora de plantarse frente al diario no es casual. Tiene el claro objetivo de hacer énfasis en el tipo de día que tenemos: si nos hemos levantado con el pie derecho o el izquierdo, si había zumo en la nevera antes de ir al trabajo, si nos hemos encontrado un billete de 5€ al volver del tren o si hemos pisado una caca de perro (¡quizá cuidadosamente envuelta en papel de origami!).
Pero ahora no sufro mucho la indecisión de poner un CD u otro. Porque apenas escribo en mi diario, quizás un par de veces al año.
Anatomía de Grey” es deprimente, nostálgico y romántico. Especialmente aconsejado para días en los que, al salir del trabajo, una se pregunta por qué sus dibujos quedan tan falsos al remarcar los contornos con lápiz 2HB cuando una cartulina gris de cole es el fondo sobre el que un niño pequeño ha pegado recortes de periódico. Los edificios de la calle se alzan, grises, sobre un cielo gris. La ciudad clama a gritos por la lluvia que no llega y las colillas que no se recogen del suelo claman por ser arrastradas hasta la alcantarilla que, junto al paso de cebra, se anega cada vez que llega el 23 de octubre.

Qué ganas de envolverme en una manta (en nuestra manta de patchwork, tan suave y cálida y que tanto me ha gustado) y que me traigas castañas de algún puesto de la calle.

También el cielo gris, quizá en papel pinocho, sirve de telón a la estación de Chamartín, ya bastante deslucida y tétrica. Al bajar las escaleras no-mecánicas, aquellas que a veces uno olvida que existen, he podido ver, como en las estaciones de metro cada mañana, que parecen perfectamente cinceladas cuando, al pisarlas, la bota se resbala en el irregular borde antideslizante. Pisadas por miles de pies. Rodadas por miles de carros.
Un mendigo negro vocifera improperios con el mismo timbre que Jesús Bonilla. Y baja las mismas escaleras, hasta la esquina con Rodríguez Jaén.
Agradezco mucho que se haya estropeado el sistema de señalización entre Chamartín y Cantoblanco.
He podido recorrer las mismas calles que cuando recorría el camino desde la oficina de Correos de Chamartín y la oficina de la calle Enrique Larreta en la que realizaba las (bien remuneradas pero estúpidas) prácticas de la carrera. Aquellas prácticas para las que poco sirvió Inglés II. Sólo que ahora me confortaba el frío que pelaba mis dedos mientras pasaba las páginas del libro y no corría para esconder mis hombros desnudos del sol abrasador de julio.
Allí, entre las piernas del Enorme Gigante de Cristal, he cruzado la calle, he visto cómo un hombre vestido de traje se afanaba por dejar atado un plumas a una farola y he corrido hacia el autobús. Pero aún no salía. Eran todo graznidos a mi alrededor. Los coches ronronean, pero los autobuses no.


Nueva regresión. Esta vez, al año 1998, al Mundial de Francia y a mis lecturas de verano durante mi intercambio. Aquellas lecturas que me marcaron como las películas que ves de adolescente te marcan; como aquellas amigas que se esfuman en el humo de una discoteca y nunca olvidas; como aquellos chicos que te desprecian y a los que no puedes abandonar…
Por eso he arrancado al fin. He escrito algo al estilo que antes escribía. Anotando ideas en un documento de Word, grabando en mi cabeza expresiones que algún día tendría que utilizar en algún texto y escupiendo ideas inconexas.
Porque uno no puede renegar de aquello que le marca. Porque uno no puede despreciar aquello que apreció y, muy a su pesar, sigue apreciando. A pesar de las críticas vertidas durante años. A pesar de la bilis tragada.
En 2º de BUP escribí mi primera y única novela. Sólo diré “Shanghai Baby”. No tiene nada que ver. O quizá sí. O quizá es cierto que dos personas alejadas en tiempo, espacio e idioma puedan tener una misma idea. ¿Por qué no? Todos somos humanos y más parecidos que lo que nuestro egoísmo nos deja admitir. Todos sentimos lo mismo. A todos se nos plantean las mismas situaciones.
Un curso escribiendo en mi Word Perfect, con letra courier y sobre pantalla azul. Un curso revisando, corrigiendo.
Y, tras el verano en Francia y mis lecturas reveladoras, 3º y las primeras lecturas, entre un club selecto que incluía a algunas amigas, mi madre y mi profesor de literatura, de mi primera y única novela.
Imposible renegar de ella. Imposible renegar de lo que una es, de lo que una siente. De lo que una vierte sobre el papel cobijándose en la falacia de la ficción… y esperar ser encontrada por los que no te ven de rodillas en un charco...

En “Gramática de la fantasía”, de Gianni Rodari, se habla de fórmulas que ayudan a inventar historias. ¿Quién no ha jugado a “en el baúl de mi abuela”?
En 5º de EGB tuve una profesora y tutora maravillosa que nos enseñó a cantar, a portarnos bien en un albergue, a hacer conferencias ante toda la clase (yo elegí Botánica para mi conferencia) y a crear historias a partir de cinco palabras dadas. Ni qué decir tiene que lo último me encantaba.
Creo que fue también en el verano de 5º cuando escribí mi primer cuento y cuando mi padre me animó a preguntarle a mi abuela por su vida. Aún debo de tener aquellos apuntes guardados para un futuro relato que dudo que, por privado, jamás pueda escribir.
Pues hoy mismo he encontrado una fórmula para inventar historias. Igual de infantil pero mucho más enrevesada: Pasapalabra. ¿Por qué no escribir un relato con las veintiséis palabras del rosco? Sin duda, tremendamente difícil o… ¿desafiante? Pongamos sólo cinco definiciones:
1. Con la J: escritor onubense autor de “Platero y yo
2. Con la E: acción de desprenderse de los cuerpos las sustancias volátiles
3. Con la F: método de curación de las enfermedades por la acción de la luz
4. Con la O: más largo que ancho
5. Contiene la X: dícese de las sustancias venenosas

¿Y quién no te dice a ti que el día de mañana acabe resolviendo un misterio gracias a mi cualidad y calidad de observadora? Por ahora me basta con saber qué has comido o quién ha venido a casa nada más echar un vistazo al entrar por la puerta. Como en esa serie nueva de la tele que tan poco me gustó.
Uno de los misterios de mi barrio es qué mueve a la señora que, tras pasear a su lindo chuchito atado, dejar que cague en el justo medio de la calle y envolver la caquita o cacota en la bolsita negra de plástico, la deja en el sitio que el can la plantó. Resolver el misterio no nos sacará de pobres pero me dejará más tranquila en cuanto a lo que respecta al equilibrio mental de la señora. O, quién sabe, si algunos canales de televisión siguen degradando, quizá alguno de ellos comience con la siguiente frase: “Hoy tenemos una noticia importante que darles. Una vecina de la localidad X que quiere mantener en secreto su identidad ha descubierto una enzima que hace que algunos dueños de lindos chuchitos dejen las caquitas y cacotas, bien envueltas, eso sí, en el justo medio de la calle”.
Horatia, me llaman. Y Escatológica.





Abrir la puerta y encontrar un ramo de flores (con pomponcitos blancos), una tarjeta en forma de cabeza de vaquita hecha con terciopelo y una caja de Donuts y otra de Ferrero Rocher (“Isabelo, con Ferrero me has conquistado realmente”). Y echarse a llorar sobre el suelo de cartulina gris, como la lluvia que no cae. Porque con el invierno siempre acaba la astenia primaveral que me deprime. Porque con el 23 de octubre empieza un nuevo ciclo.

Gracias, amiga, por ese regalo que creí que no me iba a gustar.
Gracias por recordarme que tuve 16 años, que hubo lecturas que me marcaron. Que hubo películas que nos marcaron, amigas que se esfumaron en el humo de una discoteca y nunca olvidamos, chicos que nos despreciaron y a los que no creíamos poder abandonar y acabamos abandonando.
Gracias a mi amiga, gracias a mi familia y gracias a mi particular gatito Isabelo. ¡Os quiero!