viernes, 9 de enero de 2009

Historias de Madrí 2. Recuerdos en la niebla


Mis manos están heladas y me pregunto si el esmalte de mis uñas se resquebraja debido a la ola de frío.
El tumulto volvió al trabajo el día 8 y parece que nunca estuvieron en Madrid... Creí haberme acostumbrado a sentarme en el metro y al correcto funcionamiento del transporte público. Pero vuelven las aglomeraciones, las paradas bruscas entre estaciones, los pisotones y empujones intentando alcanzar la escalera...
¡Qué previsibilidad la de esta ciudad!
No hay nada como trabajar en verano y veranear en noviembre.
Ya no es posible caminar en los pasillos del metro, sólo se puede correr. Y ya no es posible leer un libro mientras se camina, porque el resto de caminantes me arrollarían, mirada al frente, en su desesperación. El reloj manda.

Por suerte, he recuperado (creo) el buen hábito de la lectura. Siempre que leo, me inspiro, y me inspira Madrid.

Parece que el metro, con sus niños gritando de camino al colegio y los locos de siempre, sea un lugar más llevadero, menos insoportable. Parece, si lees, tan agradable como cuando trabajas un 2 o un 5 de enero cualesquiera (especialmente, los de 2009).
Parece que el tren no huele a nada, como no olía a nada cuando circulaban los trenes viejos sin baños. Ahora las puertas del baño, en medio del vagón, permanecen abiertas todo el día.
Unas veces sirven de alivio para los que no llegan al baño de casa y otras sirven de alivio a los fumadores más recalcitrantes. Y, cada día más, el contorno del horizonte siente mayores deseos de tornarse anaranjado, rosáceo si le apuran, ahora en enero, a la búsqueda de la oscuridad que me encuentro cuando bajo del tren camino ya de casa. Aunque una nube de algodón blanco se lo impida hoy...

Me vuelvo más poética, de mirada minuciosa, ahora que ha muerto Augusto Pérez.

Ha sido éste un invierno sin demasiados domingos de castañas, pero quiero pensar que es el primer invierno. Puesto el contador a cero, con temperaturas mínimas de –6º por debajo de otro contador... ¿Será acaso que está por llegar el verdadero invierno, el de domingos de castañas, recién que ha empezado el año? ¿Será acaso un aviso de que lo vivido no se ha vivido, de que se ha soñado? ¿De que nuestra memoria es sabia y fiel al instinto de supervivencia, y que tiende a olvidar aquello que nos ancla en el mal y en el pesar? Por eso –6. Porque aún faltan unos pasitos para que empiece de verdad la cuenta que no ha de acabar. Porque faltan unos pasitos para poder olvidar.
Siempre hay algo que olvidar. Un hecho, un día o medio año de una vida.
Olvidar lo que no se quiere olvidar, así, por descuido, es muy fácil; olvidar conscientemente aquello que se anhela olvidar es bastante más difícil.

La nieve ha dejado a mi alrededor un marco para el olvido. Porque días de nieve hay pocos aquí, pero no son por ello inolvidables. La niebla los borra de mi memoria y apenas si recuerdo tres días de nieve en mi cabeza. Más que días de nieve, recuerdo huellas de gato; huellas de gatos que andan de puntillas sobre la nieve, resbalando y sacudiendo sus zarpitas de los copos melosos que aman su pelo. Bigotes de gato que se llevan prendidos los copos blancos, que tiñen su pelo atigrado de lunares flamencos.

¿Qué me hace recordar tan sólo tres nevadas ahora mismo?
¿Por qué olvidar tantas excursiones a Navacerrada, o el albergue en El Escorial o tantas otras? ¿Por qué sólo recuerdo la nieve acumulada en los retrovisores de mi ZX y la parada a la entrada del pueblo para echar un par de fotos al césped que juega al escondite? ¿Por qué sólo recuerdo a los mayores decir que “nevaba” cuando eran jóvenes? ¿Por qué repetiré yo esa frase, si no he visto nevar apenas y si he hecho tantos muñecos de nieve como aquellos mayores nostálgicos que a mí me hablaban?

Hice con mi hermana un muñeco de nieve en el jardín de casa. Y otro en la acera, las dos con nuestras cazadoras azul marino y la banda de estampados fluorescentes en la manga, al más puro estilo de los 90. Mi hermana con sus caracolillos en el flequillo y yo con mi pelo lacio y largo sobre la cara. No hemos podido deshacernos del documento gráfico que da fe de aquellos, digamos, atuendos.
Me enfadé todas y cada una de las veces que nevó en el colegio y tuve que pasar entre una pelea de bolas de nieve. Me enfadé con todos los compañeros a los que me encontré de bruces al cruzar una esquina, lanzando bolas también.
Pero supongo que también tuve una niñez primera en la que los copos sabían a nata. Hoy otras niñas paseaban por la calle, dando mordiscos al aire, intentando agarrar frías mariposas.

Los pies mojados, el frío en los dedos...
Este viernes sí que sería un buen domingo de castañas.

No obstante, cuando me he levantado no me ha gustado lo que he visto. Pensar en las aglomeraciones en el metro, en el atasco de la carretera... Y no es tampoco que me molestase la nevada, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto. Hasta cuando una no utiliza paraguas con la nieve.

Quizá sea más bonito recordar un fotograma de esa película... Una calle de acera rosa y blanca vista por una observadora desde la terraza, los pinos de un jardín con las copas cargadas y, hoy, el patio de la oficina con una capa de siete centímetros de espesor, lo que nunca había visto en Madrid capital.

No hemos podido reprimirnos... Nos hemos asomado por las ventanas, hemos salido al patio, hemos medido la nieve caída sobre una silla solitaria y hemos levantado una pequeña muñeca de nieve, con sus ojitos de bombón, su pelo de madera y sus labios de post-it fucsia.

Es muy probable que dentro de unos años recuerde las hierbas secas del patio envueltas en un abrigo de nieve. Tan sólo la visión de un patio gris a través de unas ventanas nuevas.

O también es que no hay más que recordar. Simplemente, la nieve nos parece tan especial por escasa que últimamente se nos presenta. Pero nada tiene de especial; no más que de especial tienen la lluvia y la niebla. Sin embargo, las nevadas, las tormentas de verano y las noches de intensa niebla merecen nuestra atención, dejando a la lluvia sola y triste...
Algunas personas hemos sido ideadas con un gusto extraño, poco común, que nos hace odiar el marisco y amar la lluvia que cae sobre los tejados abuhardillados. Personas que buscamos en una casa la parte más alta, para poder observar la lluvia a través de la ventana sin edificios que lo impidan, para poder escuchar el repiqueteo de las gotas traviesas más cerca, para poder oler el agua más fresca...
Personas que a la pregunta “¿Cuál es tu estación del año preferida?” respondemos, sin duda: “El invierno”. Lo que suele ocurrir es que la gente, incrédula, vuelve a preguntarnos: “¿Seguro? ¿El invierno?”. “Bueno, y el otoño”. No es tan agradable sentirse raro, así que hay que aceptar unos grados más y más horas de luz para que te contesten, a media voz: “Aaah”, pero sin una certeza completa de la razón que podamos tener en lo que decimos.


¿Rarezas? Muchas y las justas, eso es.

Ya es de noche y más aún en mi calle. Los edificios no dejan respirar a las aceras. La sombra de aquellos se proyecta aún más lúgubre sobre estas en la oscuridad. La sombra es más sombra que nunca y ya no es sombra, porque no hay zonas iluminadas. La farola de la esquina está apagada más veces de las que está encendida y no sirve de ayuda a las estrellas que quieren asomarse a la ciudad. De repente, un estertor agónico, un intento último de arrojar algo de luz sobre los leves copos que aterrizan en el asfalto.

A mi alrededor, miles de cosas. Menudencias todas, pero con gran significado.
Un escritorio con un cajón sobre raíles (como el tren), un portátil viejito con pegatinas de enamorados (debimos casar en su día a HelloKitty y Chewacca, de eso no me queda duda), un dibujo que no acabaré, recortes de una revista, recibos del banco, mil papeles con mil apuntes de mil páginas web que pretendo visitar, una cajita con post-it de colores, un flexo feo de Ikea, unos CDs que no son míos...
Y enfrente, una pared malva. Malva, color de invierno. Sin luz natural cercana, como un pajarito enjaulado. Como un niño con el baby que aprende a estarse quieto en su silla del parvulario. Como un niño con el chándal que está deseoso de salir al recreo, coger un catarro y rebozarse en la nieve.

lunes, 5 de enero de 2009

El arte de las muñecas


Creo que voy a acabar siendo una aficionada de las muñecas de mayor más que de pequeña...

De pequeña sólo tuve una Barbie (de profesión bailarina de ballet), de aquellas primeras que venían con el brazo estirado y que no parecían robots. Además, aquéllas traían sus braguitas de tela, no las tenían pintadas.
También tuve una Nenuco, aunque creo que este tipo de juguete no se puede considerar “muñeca”, sino más bien “muñeco”. La gracia está en darles de comer, sacarles a pasear y, en definitiva, tratarles como a bebés. La protagonista eres tú cuando juegas, no la muñeca. En cambio, jugar con Barbie o con Nancy significaba vestirse (no vestirla) para ir al trabajo, marcharse (no llevarla) de vacaciones, etc.


Después heredaría una Nancy y un montón de Barriguitas, pero me quedaban pocos años en los que pudiese aceptar delante del resto de la clase que jugaba con muñecas.

Por eso me parece tan curioso lo de las muñecas: primero juegas con ellas, después las rechazas y con el tiempo vuelves a ellas por nostalgia o coleccionismo.

Pero las muñecas (como los niños, por otro lado), se pueden ver de dos formas bien distintas, cosa de la que se ha hecho eco el cine en muchas ocasiones:
- Son inocentes, adorables y enternecen.
- Pueden ser tétricos y producir miedo.

Creo que la segunda visión que tenemos en ocasiones de los niños no es inherente a su naturaleza. Pero hay algo que nos hace asustarnos más de aquello que tiene una apariencia frágil o cándida que de aquello que de entrada tomamos como peligroso. En muchas películas de miedo, la imagen de un niño que simplemente camina, sin hablar, puede llegar a producir terror. Si se coloca a un niño solo (no necesita ser un fantasma ni nada por el estilo), la música y la iluminación hacen el resto.

No sé si existen muñecas realmente lúgubres o si es el cine el que ha proyectado esa visión en ellas. Pero una muñeca rota o una muñeca de porcelana antigua en un desván ya nos ponen en situación... y nos preparan para lo peor...
No en vano, hace un tiempo pasamos un fin de semana en una casita de la sierra (con una pequeña cuadra que hacía las veces de garaje, una cocina de chimenea y un pajar) y lo primero que hice fue cerrar (¡yo diría que clausurar!) la habitación en la que había unas cuatro o cinco muñecas antiguas sobre una cama. Sólo eran Nenucos viejos, pero vestidos con trajecitos de ganchillo y gorros de bebé hechos por alguna abuela. ¡Me daban escalofríos!
¿Será porque se trata de un muñeco viejo? ¿Será porque lo han vestido con la ropa de un bebé?


Visto esto, también es interesante prestar atención al hecho de que algunas empresas se han dado cuenta de este filón (el del terror) y han encontrado un nicho de mercado más que jugoso: el de los jóvenes (y a veces no tan jóvenes) góticos.
Hablo, por ejemplo, de las Living Dead Dolls.
Las venden en ataúdes a medida y suelen ser pálidas y desgreñadas (otras representan directamente a personajes de películas de terror). Algunas de ellas presentan el cráneo abierto o un arma clavada en alguna parte de su cuerpo cubierto de sangre, rozando algunas de ellas casi lo gore. No obstante, los rostros de estas muñecas no dejan de ser rostros suaves, redondeados, con boquitas de piñón y ojos grandes: es una caricaturización del terror (pero que, en algunos modelos, a algunas aprensivas como yo nos produce cierto asquito).

También hay que decir que, si bien “la vuelta a las muñecas” en un primer momento podía producirse por la nostalgia, ahora tenemos el coleccionismo.
Sacar del trastero la vieja Nancy o comprarse una Barriguitas por el recuerdo de aquella bañera de Barriguitas en las que las negritas, chinitas y blanquitas se bañaban todas juntas sigue teniendo su encanto.
Pero todas (sin excepción) se han subido al carro del coleccionismo.
No son sólo las muñecas que se crean a este efecto por su estudiada estética, sino todas las muñecas que conozco desde niña. Aunque es cierto que en su momento también podían coleccionarse, puesto que el coleccionismo es fan de recoger todo aquello que se pueda guardar, creo que muchas reediciones (de las profesiones de Barbie, de las Nancy del mundo, etc.), las colecciones semanales (como las sesenta Barriguitas que llegué a tener y que, por falta de espacio, doné a un colegio) y nuevas series se crean única y exclusivamente para este fin.
De hecho, hubo una colección de trajes del mundo para Barbie que mi madre le regaló a mi hermana y que, al ver mi madre que quedaban esparcidos los vestiditos entre coches, caballos, teteras y otros juguetes casi le dan los siete males. ¿Los regalaba mi madre con la verdadera intención de que mi hermana jugara con ellos? ¿Esperaba que no los pintara, que no los rompiera? ¿Preparó Mattel estos vestidos para una niña de siete años o para una adulta? Porque yo, si fuese Barbie mi muñeca preferida, los habría adorado (los vestidos eran preciosos y muy detallados, como un abrigo de Rusia que venía en la mini colección).


El coleccionismo (en general y de objetos grandes en particular) tiene muchos problemas. Y creo que los dos más graves son el gusto y el espacio.
Hubo un especial de Nochebuena o Nochevieja de Martes y Trece en el que hacían una parodia de las colecciones semanales de los kioskos. Llegaban a coleccionar pinzas de la ropa del mundo o algo así... Sin duda, este ejemplo ilustra de sobra...
Si uno colecciona sellos, quizá con una estantería tendrá suficiente. Pero si uno colecciona maquetas de barco o, como decía antes, muñecas, ¿dónde las guarda?
Además, si uno colecciona las susodichas pinzas de la ropa, ¿no dudarán las visitas de que el expositor de cristal de la entrada, lleno de pinzas de plástico y de madera, es una soberana horterada? Y lo de pinzas de la ropa es por no herir los sentimientos de nadie, porque por norma general el coleccionismo, sea cual sea, siempre encontrará sus detractores.
¿No será el coleccionismo un eufemismo cuando realmente hablamos del síndrome de Diógenes? Si no, véase de qué puede servir coleccionar etiquetas, bolsas de plástico y cosas parecidas (cosas que yo misma he coleccionado y que con el paso de los años, por parecerme una pérdida de espacio absurda, he mandado al cubo de la basura).


No obstante, podría empezar a coleccionar muñecas gustosamente (u horteramente, según quien lo mire) porque, si el problema es el espacio, no me importaría tener mi muñequita y comprarle cien vestidos.

Hace unos años, empecé a ver ciertas muñecas en anuncios y ropa. Por ejemplo, en un viejo anuncio de Sony de un mp3 o en unos bolsos que vendían en una tienda de mi pueblo.
Desgraciadamente, no encuentro en Internet una imagen de aquel anuncio. Sé que lo recorté de la revista y me lo guardé (aquella carpeta llena de recortes de revistas terminó vacía – el contenido en el cubo de la basura – pero vuelve a llenarse preocupantemente...).
Uno de los bolsos finalmente fue mío. Me lo regaló mi madre. ¿Va a ser que es mi madre la que no se atreve a comprar muñecas?

Pues bien, con el paso del tiempo empecé a ver esas muñecas tan bonitas en más y más sitios. Sobre todo en páginas web y blogs de gente que, como yo, adora lo kawaii (las cosas monas).

Una vez, comentó una compañera de clase que por fin le iba a llegar la cabeza de su no-sé-que-nombre-tenía (pongamos Miguelita). Al fin iba a tener la cabeza de Miguelita para seguir creando su muñeca. Ni qué decir que no tenía ni idea de lo que hablaba... Un día entré en una página que tenía en la que iba subiendo fotos de las muñecas que tenía: en el escritorio, en el teléfono, en la terraza... Me pareció bastante curioso, aunque no eran exactamente esas las muñecas que a mí me gustaban.


Sería en noviembre de 2007, en el ExpoManga o Salón del Manga (no recuerdo bien los nombres de este tipo de festivales) de Barcelona al que fuimos, cuando vi una exposición de fotografías de muñecas. Había muñecas de distintos tipos, pero todas tenían una característica común: su dueña las había configurado de forma única. Había en la salita una caja para que votásemos nuestra muñeca preferida, y yo voté a una con una larga melena blanca y una vestimenta que me recordaba al gato de Alicia en el País de las Maravillas.

Y, sin saber cómo, trasteando por Internet he encontrado finalmente el nombre de las famosas muñecas: Blythe (en Japón, ブライス, bu-ra-i-su).


Las muñecas Blythe, salieron a la venta en el año 1972 de mano de la empresa de juguetes Kenner (empresa estadounidense ya desaparecida).
Al parecer, los diseños se inspiraron en un primer momento en la obra de Margaret Keane, como muchas otras muñecas del momento, y se caracterizaban, sobre todo, por los ojos extremadamente grandes. El diseño fue llevado a cabo por los estudios Marvin Glass & associates.
Aparte de su tamaño, otra característica de los ojos de las Blythe es el color (los hay verdes, azules, rosas y naranjas) y que se pueden cerrar (como los de Nancy o Nenuco).
A las primeras Blythe, las de 1972, se les podía cambiar el color de los ojos con un simple hilo a modo de tirador (a este hilo se le llamaba “pullstring”). Las Blythe modernas tienen un color de ojo fijo y, si se quiere cambiar, es necesario cambiar la pieza (“eyechip”).

Sin embargo, el cambio de color, que podría haber supuesto una ventaja competitiva frente a otras muñecas, no gustó a las niñas estadounidenses. Al parecer, les asustaba que tirando de un hilito de la parte trasera de la cabeza la muñeca cambiase sus ojos. Y no menos les asustaba el tamaño desproporcionado de la cabeza de la muñeca (es curioso pensar en las actuales Bratz y su enorme éxito, que ha copiado Mattel creando las My Scene).
Así, las Blythe sólo se fabricaron durante un año.

Tendrían que pasar treinta años para llegar al boom actual de las Blythe. Y, como suele suceder, son las casualidades las que impulsan este tipo de bombazos.


Todo comenzaría (o recomenzaría, más bien) en el año 1997, cuando la productora y fotógrafa Gina Garan recibió de un amigo una Blythe original. Para su amigo, la muñeca se parecía a ella. Garan utilizó la muñeca como modelo para unas fotos y debió de gustarle, ya que a partir de entonces tomó la costumbre de llevarla con ella allá donde iba. Así, empezó a fotografiarla en diferentes lugares y en diferentes posiciones.

En diciembre de 1999, durante la inauguración de una exposición de la CWC (Cross World Connections, una agencia creativa) en el Soho neoyorquino, Garan mostró algunas de sus fotos a Junko Wong.
Wong se percató de las posibilidades de mercado de las Blythe en Japón y utilizó las imágenes en una presentación para Parco, un centro comercial japonés que se encontraba entre sus clientes.
La muñeca Blythe se convirtió en la “chica” de Parco para su campaña de Navidad del año 2000. Y, después, sería la protagonista de un anuncio de quince segundas que proyectaría su imagen a escala nacional.

De repente, las Blythe a las que sólo prestaban atención algunos coleccionistas muy especializados subieron su cotización en eBay como la espuma. Las Blythe originales que en EE.UU. costaban alrededor de 35 dólares subieron hasta los 350 dólares. Los ejemplares mejor conservados podían llegar hasta los mil dólares.


Las muñecas Blythe continuarían siendo la imagen de Parco hasta el verano de 2001.
Hubo de hecho una edición limitada de 1000 muñecas (“The Parco Limited Edition”). Se agotaron en menos de una hora...

En junio de 2001, tras la cesión de derechos de la estadounidense Hasbro (que tenía, tras varias compras, los derechos de las Blythe) a la japonesa Takara, las Neo Blythe salieron al mercado con un nuevo diseño de CWC inspirado en las vintage Blythe. El lanzamiento sería acompañado por una exposición de las fotos de Gina Garan.
Estas nuevas muñecas serían utilizadas de nuevo por Parco con fines publicitarios, lo que las acabó de lanzar a la fama no sólo en Japón, sino también en EE.UU.

Ya hay más de cincuenta Neo Blythe (muñecas de 30 cm.) e incluso se han creado las Petite Blythe (muñecas de 11 cm.), pequeñas muñecas que sirven de llavero. Sobra decir que el diseño de estas muñecas ha servido para todo tipo de productos (camisetas, cuadernos...).
Las muñecas han sido protagonistas de galas benéficas y exposiciones y son vestidas por diseñadores de alta costura.

Pero lo que a mí me resulta más interesante de estas muñecas no es sólo la variedad que hay y lo bonitas que son, sino la capacidad de sus seguidores de crear nuevos modelos o de personalizar los existentes.


Como decía más arriba, se pueden cambiar, por ejemplo, los ojos de la muñeca. En la parte trasera de la cabeza (de los modelos más modernos), se desatornilla la pieza y se pueden quitar los ojos y poner unos nuevos (rosas, azules...). Pero se les puede cambiar el pelo, maquillar en otro tono, poner gafas... Hay en la red multitud de foros y blogs de seguidores de estas muñecas. Aparte del coleccionismo, en este caso hay una vertiente creativa de diseño y modificación nada desdeñable.



Si tuviese las habilidades necesarias, no dudaría en crear una muñeca a mi gusto comprando piezas y aprendiendo a montarla y pintarla. Pero como no es ese el caso, tendría que comprar las muñecas creadas por otras personas (aunque dudo que alguien que dedica semejante tiempo a esto se pueda desprender después de su obra) o de venta en varias tiendas de internet.

Si se quiere aprender más sobre la creación de las muñecas y la compra de las mismas, recomiendo visitar la página “KAWAIIDOLLS”. En ella hay todo tipo de recomendaciones y, además, está en castellano.
En la página de Gina Garan también se pueden comprar.

Otros enlaces:
Entrevista con Junko Wong.
Sobre los distintos tipos (BL, EBL, SBL y RBL) y ediciones de las Neo Blythe, toda la información en Wikipedia.
Otras páginas aquí, aquí y aquí.

Creo que si no puedo permitirme una Blythe (ya no sólo por el espacio, sino también por la compañía, que no a todo el mundo le gustan estas muñecas y “algunos” siguen teniéndoles miedo), sí que me compraré algún libro de fotografías.

viernes, 2 de enero de 2009

Lo que de verdad importa (trivialidades)


Hoy pensaba hacer una entrada sobre la manicura francesa visto que no pasa de moda, que se considera elegante, que va con casi cualquier prenda que te pongas (no recomendable con el chándal) y que a los chicos les gusta.
Sin embargo, me ha puesto de mala leche leer en Internet que para hacer la manicura francesa hay que limarse bien las uñas y “remover las cutículas” primero. ¿Qué es eso de “remover” las cutículas? Imagino que lo dicen por “remove”, que quiere decir “quitar”. Me tocan bastante las narices los anglicismos gratuitos, pero más aún si hacen que se confunda con una palabra que existe en castellano. ¿Cómo se remueven las cutículas? Si ya puede ser doloroso quitarlas porque una se va más allá del límite y acaba doliendo el tema más que un demonio, ¿qué ocurrirá al removerlas? Cuando pienso en el verbo remover e intento hacer una frase con él, siempre me sale algo así como “antes de aplicar la pintura, remuévala hasta que el tinte quede totalmente disuelto”. Y me imagino un palo para remover la pintura dentro del bote... Y me imagino el palito de naranjo para empujar la cutícula haciendo círculos sobre la misma...
Bueno, quizá podríamos empezar a decir “remover” en lugar de “quitar” si convertimos “salir” en “quitar” (de “quit”). Ahora, ¿cómo diríamos remover la pintura?

Ante semejante digresión, pasemos a lo interesante.
Hace ya un tiempo que a mí y a unas cuantas más nos etiquetaron como “las friquis”. ¿Qué decir a esto? Pues, como siempre, decir que no lo soy.
Según algunas teorías psicológicas, la negación es la primera fase antes de aceptar una nueva realidad. Entonces, ¿soy una friqui? ¿Antes era otra cosa? Y, ¿qué era?
Si he de aceptar que lo soy, pues entonces le diré a la etiquetadora, la Srta. Lane, que ella también lo es. Si no, ¿por qué lleva en su vientre un fisioboy?
Si no lo acepto, pues me seguirán llamando “narnia” en casa, por aquello de que soy “una friqui dentro del armario”.

Cuando me llegan los e-mails, siempre aparecemos como Fulanita Friqui, Menganita Friqui, Perenganita Friqui. ¡Es divertido!

Si ser friqui es raro, ¿quién no es raro? Porque todos somos distintos y todos tenemos peculiaridades que nos hacen únicos.
Si friqui es ser fan, ¿quién no es fan de algo? ¿Quién no tiene aficiones o cosas que le gustan?
- A mí me gusta el jamón serrano.
- Pues a mí me va más el
ibérico.
- ¿El ibérico? Eres una friqui.

Vaya, así que gustarle a una el jamón ibérico va a ser una friquez...
He de reconocer, de todos modos, que los friquis ya no son sólo los de las convenciones de Star Wars, los del cos-play o los informáticos sabiondos. ¡Ya nadie está a salvo!
¿No es friqui Manolo el del bombo? (idea y contexto original
aquí).
¿No es friqui el que se pone la camiseta de su equipo para ver el partido? (idea original de mi niño, sin blog ni web por el momento).

Pero tampoco quería discutir este tema. De verdad, ahora llega lo interesante.
Relacionado con “Troya y el cine para mujeres”, diré que a todas, igual que disfrutamos del culete de Brad Pitt en su día, nos gustaría haber disfrutado del culete de Hugh Jackman en “
X-MEN 3”.

Alguna vez he visto a algún amigo rebobinar varias veces un VHS y reproducirlo en aquel modo del video en que podías ver a los actores andando como a saltitos. El motivo no era ningún misterio: se trataba de encontrar el punto exacto en el que se vislumbra alguna teta o algún culo para enseñárselo a otro amigo.

La verdad es que siempre me ha parecido una tontería, más cuando hay miles de películas en las que sale algún pecho para subir, no sé, ¿la calidad? (ja y ja) de la película. Si fuese porque el pecho de fulanita es especial y nunca ha salido en la tele, aún, pero hoy en día:
1) Si las tetas son operadas, habrá cuatro modelos de tetas distintos (igual que cuando la gente pide cambiar de nariz lo hace siempre con un referente del que el cirujano tiene que copiar). Es decir, si A no quiere enseñar el pecho, habrás visto el de M y Q, que eligieron el mismo.
2) Sean operadas o no, en muchos de los casos es una doble la que sale luciendo palmito. Nadie conocerá nunca su cara y la actriz protagonista puede decir que no es su cuerpo y que no se le ha visto el pompis. Para ser más específica, en este caso hablo de Angelina Jolie en “Wanted”. No he visto la película ni la voy a ver, pero en muchísimos blogs y foros se habla de su doble de cuerpo para la peli. Al parecer, la muchacha no tiene suficientes curvas (aparte de las dos que tiene sobre las costillas) ni carnes en general para según qué escenas. Bueno, ¿pues para qué la contratan? ¡Que salga una buenorra de verdad!

Me da igual si sale o no Angelina Jolie o si la doblan o no. Pero nunca entenderé los castings del cine de Hollywood. Algunas actrices quedan muy bien en el cartel (aunque con “Wanted” se lucieron, pobres...), suben caché, son populares... O dan morbillo y se aseguran un buen porcentaje de machos en el cine.
¿Qué buscan? ¿La buenorra? ¿La famosa? ¿La buenorra de palo? ¿Por qué no buscan simplemente “la actriz”?

Y, mientras tanto, ¿quién se preocupa de nosotras? A veces también queremos chicha...
Hay mucha preocupación por las chicas que salen en pantalla, pero ninguna por las que se sientan en la butaca.




Por eso será que agradezco ver a tantos chicos majetes en X-MEN con sus trajes de cuero ceñidos.

Y en la escena final de X-MEN 3 (esto no es destripar la película, porque no voy a hablar del argumento), muchas de las chicas de la butaca nos retorcimos ante la frustración de la regeneración.
Todos queremos regeneración: que cuando te quemas en verano la piel se regenere espontáneamente, que cuando en un bar alguien te quema el abrigo se regenere espontáneamente la tela para no tener que tirarlo o, cuando a un friqui el sol le ha comido el color de sus comics, que se le regenere espontáneamente (guiño).
Pero NO en X-MEN 3. Fue maravilloso ver a
Hugh Jackman con sus pantalones de cuero hechos jirones, a punto de deshacerse del todo, pero qué dolor de muelas cuando, después de enfocar, qué sé yo, a Magneto o la ciudad (¡qué nos importa!), vuelven a enfocarle y los pantalones, a punto de llegar al culete, se han regenerado casi por completo.

No importa, a nosotras nos vale deleitarnos con la inteligencia del guión y el argumento de una película de acción. ¿?
A ellos, dadles bien de Rebecca Romijn, desnudita y desvalida.

Si lo importante estriba en los pantalones de Lobezno, ¿quién no es friqui?
Qué bueno es despejarse la mente hablando de tonterías...