viernes, 24 de abril de 2009

Viajes express

Si algo bueno tiene el turismo, son los viajes de negocios... ¡y los de placer!
Existen viajes de familiarización con el destino (conocidos como “fam trip”) que pueden ser muy interesantes, por eso de que son gratuitos y de que a veces hay más turismo que trabajo. No es lo mismo tampoco que invite otra agencia (en cuyo caso habrá charlas para vender el destino/hotel/etc.) o que invite la propia, siendo esto último mucho mejor. Así me fui yo a Portugal de viaje: a conocer el destino, hacer algunas visitas de rigor a los proveedores pero, sobre todo, a conocer. Me fui muy contenta de Batalha, Oporto, Aveiro... ¡Y comí como nunca!

Lo que no es nada recomendable es el viaje express. Madrugón, vuelo, reunión, comida y vuelo de vuelta. Llegas machacada y hasta con jet lag, aunque sólo vayas a Granada como hice yo el martes.
Pues sí, hubo jet lag. Después de levantarme a las 6.30hrs. y volver a casita a las 20.00hrs., para lo que no estaba yo era para ponerme dos capítulos de LOST y quedarme despierta hasta las mil, que al día siguiente ¡no era fiesta! Pero después de dormitar cual zombi con los ojos abiertos en el sofá durante dos o tres horas, llegó LOST y con todos ellos llegó el morderse las uñas y abrir los ojos como platos.

Hoy sigo de jet lag, pero ya queda menos para poder dormir (no 12 horas seguidas, esta vez no...).

Lo que quería hacer hoy era dejar aquí constancia de un hecho que no está comprobado científicamente pero sí maternalmente.
¿No es cierto que cuando nuestra madre nos ponía las lentejas no nos las comíamos (ni tampoco en el comedor), pero cuando nos invitaba algún amigo con tal de que nos dejaran ir nos comíamos las lentejas, las acelgas o lo que fuera? ¿Y no es cierto que después de independizarse sabe una lo poco que hay que pensar para hacer un guiso y cómo estar pendiente de los fritos es un auténtico rollo? Lentejas, marmitako o cocido: mis grandes nuevos amigos en la cocina.

Pues bien. Con la mayoría de edad, con la independencia y no sé cuántas cosas más, se ve que aprendí a comer espinacas, alcachofas y espárragos, todo aquello que no comía en casita.
Pero más me costaron los
mariscos y el pimiento. Tanto, que he llegado a una conclusión: soy alérgica al marisco y lo único que no me gusta es el pimiento. Con esta sencilla (y falsa en cuanto a la alergia) afirmación, me quito los problemas gastronómicos de encima de un plumazo.
No me gusta mentir, pero visto que la gente jamás comprenderá que no me guste el marisco y que la gracia de “qué barata sales” (que además a mí me suena fatal) es chirriantemente recurrente, a partir de ahora he tomado la determinación de mentir sobre el marisco. De los peces, el mar; y a pelar gambas su tía.

Estaba yo muy segura de mis ideas hasta que visité
Oporto el año pasado y Granada esta semana.

Sentada a la mesa de “
Chez lapin” con el grupo de japoneses, nos sirvieron el archiconocido “polvo assado”. Siempre me había parecido una guarrerida eso de asar el pulpo. Siempre lo he visto (que no comido) cocido y, si ya me había parecido que no me gustaba nada al cocerlo, no quería imaginar lo que el asado podría intensificar su sabor. Lo único bueno fue ver que, del calor del horno y de la cantidad de jugo en la que se encontraba sumergido dentro de la fuente de barro, todas las ventosas se habían despegado de los tentáculos. ¡No me gusta nada la idea de comerme una ventosa! Así que cogí uno de esos bracitos y un montón de patatas asadas y me dispuse a comer lo suficiente como para que no me empezasen a sonar las tripas a media tarde. ¡Pero qué tierno! ¡Qué exquisito! ¡Qué sabroso! Enseguida estaba hincando el diente a un segundo tentáculo...
Totalmente recomendable “Chez lapin”. No sé cuál es el precio medio de una comida allí, pero las raciones son generosas y el sabor estupendo. Además, las vistas del río Duero son preciosas y los conejitos de peluche y de paja colgados por todo el restaurante son preciosos.

Y apoyada en la barra de “
Los diamantes” con otros compañeros del gremio en Granada, probé las únicas gambas que en mi vida he saboreado con gusto. Esta vez las probé por vergüenza, por no querer empezar con el tema de que no me gustan y por no tener que mentir... Así que tomé una pensando: “ya he cumplido”. Pero con aquellas gambas, cuando haces crunch ya no hay stop. Sé que el anuncio no dice eso, pero el rebozado fino y crujiente de las gambas era increíble. Fino como el tempura y sabroso como el rebozado andaluz. Y las gambas, gorditas y duritas, que eran hasta bonitas ellas.
“Los diamantes” es un bar muy típico de Granada en el que la gente va a
tapear y tomar raciones. No me pareció caro y la comida estaba realmente buena. Es posible que sea pequeño y cutre pero, ¿quién espera un palacio de una tasca? Los azulejos han de ser antiguos, las sillas deben parecer de jardín y los camareros tienen que pedir a gritos las raciones a cocina.

viernes, 10 de abril de 2009

Respeto, respeto y respeto

Tuve un profesor en el colegio del que mis compañeros se reían porque, cada vez que alguien insultaba, gritaba o hacía algo indebido en clase, cerraba los ojos y decía: “respeto, respeto y respeto”.
Ahora lo recuerdo casi como una letanía fantasmagórica, pero ojalá que hubiese calado en esas cabecitas medio huecas aún.

Las veces que veo “
Aída” (ahora que no está Carmen Machi ya no es lo mismo y creo que en breve la abandonaré), me río muchísimo.

Es curioso que no me sienta identificada con la gente de mi barrio que se comporta como los personajes de “Aída” y que me guste tanto la serie... ¡Y hay mucho personaje así! Cuando vi por primera vez a la madre de Aída o me di cuenta del porcentaje de frases de “la Lore” que contenían la palabra “bragas”, me pareció exagerado. Pero al mudarme del pueblo (el de las vacas y los tractores) a un barrio de una ciudad, me di cuenta de que todo es verídico (la gente que deja a los perros cagar en la puerta de casa o en la del garaje – así no queda más remedio que aplastar la mierda y meterla para casa...–, la gente que hace la mudanza tirando los trastos viejos a la calle desde la terraza, los niñatos que vacilan a un tipo de dos metros con los brazos como popeye porque saben que por ser unos niñatos no les va a hacer nada, los señores que se te meten hasta la cocina cuando vienen a hacerte la revisión del gas, etc., etc., etc.).

De lo que me he dado cuenta es de que “Aída” es como la vida misma. “Aída” sí que es un retrato costumbrista de esos que dicen los entendidos de la pintura...
Está Mauricio Colmenero, el señor del bar. El dueño, el jefe... Le falta el puro y empiezo a preguntarme por qué no he visto a nadie fumando en ninguno de los capítulos... ¿Está peor fumar que insultar a un camarero sudamericano? ¡A lo que iba!
Está Mauricio Colmenero, el señor del bar. Moreno, bigotudo, conservador, machista, tacaño, graciosete... Una joya. Pues de estos tengo en el bar de la esquina, ese que huele a colillas apagadas en las sardinillas en aceite.
Y es que a lo que iba realmente es a la realidad del personaje. A la realidad del señor propietario que se cree dueño no sólo del bar y el mobiliario, sino de sus empleados.
Aquí entra uno de sus camareros, otro personaje habitual de la serie:
Osvaldo, más conocido como Machu-Pichu.
Como “Aída” es un retrato de nuestra realidad cotidiana, esto es lo que retrata: el racismo, el despotismo y la incomprensión de algunas personas hacia quienes vienen de ciertos países (ojo, de ciertos países, no de fuera).

Y, como empezaba, repito: “respeto, respeto y respeto”.
Que yo vea las situaciones cómicas de “Aída” y me ría, no significa que comparta todo lo que los personajes creen. Que haya un personaje sudamericano al que pisotea su jefe día y noche no significa que me guste nuestra realidad. No me gustan los mauricios-colmeneros del mundo, aquellos que se creen mejores que los demás y que a todos (sin excepción) ponen motes y mangonean.
Lo único que creo es que se coloca un personaje sudamericano en la serie, al que se le trata como se suele tratar a los sudamericanos por aquí, igual que hace años en no-sé-qué-serie sobre un hostal aparecía el manitas polaco (no recuerdo la nacionalidad tampoco).

Si en la calle hay xenofobia y racismo, la televisión, en una serie como esta, lo retrata. La caja “tonta” (y no tan tonta a veces) nos devuelve un reflejo de nuestra realidad, como un espejo.
Hay quien decide cambiar la palabra “panchito” por “machu-pichu” después de ver “Aída” y hay quien decide que no le gusta que su realidad sea ésta.

Me gustaría pedir a voz en grito un poco de respeto por todas esas personas que viven entre nosotros (ya que no las dejamos muchas veces vivir con nosotros), pero no sé cómo. Me gustaría poder callar a todas las personas a mi alrededor que usan las palabras “sudaca”, “moro”, “panchito”, etc. a mi alrededor, especialmente a aquellas personas cultas, que saben mucho de historia, música, gastronomía... A las que les gusta viajar y, como ellos dicen, “conocer otras culturas”. A esas personas que en vez de decir “sudamericano” dicen “sudaca”. A esas personas que empiezan sus discursos con un “yo no soy racista, pero...”.

Quisiera callarles igual que los callo cuando me dicen que, cuando salen fuera, no cumplen las normas cívicas que sí que cumplen aquí (ensuciar, gritar, no pagar el transporte público...) porque “total, como no voy a volver”. Igual que les callo pidiéndoles que no dejen la imagen de los españoles a la altura del betún como la de unas personas incivilizadas que no saben salir de casa, me gustaría encontrar la receta que les callase definitivamente en sus calificativos (que realmente no son calificativos, sino insultos). Me gustaría encontrar las palabras que impidiesen la respuesta rebote de “yo no soy racista, pero es que mira lo que le pasó al primo de mi amigo”.
Pues quizá el primo de tu amigo tuvo mala suerte y se encontró con una mala persona. Repito, mala persona. El primo del amigo de alguien, cuando sales a Italia, Inglaterra o adonde quiera que vayas, se encontrará con una persona incívica si te cruzas en su camino (“total, no le vas a ver más”) y se llevará una mala impresión de mí...
Sé que es fácil generalizar, pero yo intento luchar contra las generalidades que empiecen a crecer en mi interior. Cuanto antes las ataje, mejor persona seré.

No sé si es por racismo, por xenofobia, por envidia, por miedo... No sé si estas últimas cosas llevan a lo primero, si se nace con el racismo (lo que sí sé es que a uno le pueden educar en el racismo) o qué. Sé que el discurso de “los españoles también fuimos inmigrantes” no convence ya a casi nadie. Se ve que esos tiempos se están olvidando. Y sé también que el discurso de “los españoles somos mezcla de pueblos” nunca funcionó, a pesar de ser Iberia un cruce de caminos de los pueblos europeos y africanos y, después, con la conquista, también de los pueblos sudamericanos.

Así que “
respeto, respeto y respeto”.
Respeto por las personas que dejan a sus hijos y a sus parejas en su país de origen, vuelan catorce horas con un visado de turismo y luego se instalan como pueden en España, en un piso patera con diez personas más, descansando cada noche como pueden para hacer dos turnos de limpieza al día siguiente.
Respeto por aquellos nuevos unión-europeos que vienen del este con sus carreras de ingeniería, de esos músicos que dejan sus sueños y su tierra para ponerse unos guantes y empezar a preparar cemento.
Respeto por aquellas mujeres embarazadas que se echan a la mar en un cayuco minúsculo con una treintena de personas, después de haber atravesado selvas y desiertos, víctimas de agresiones sexuales en el camino, de hambre y penurias. Respeto por esas mujeres embarazadas que anhelan dar a luz en las costas de Canarias para regalarles algo mejor a sus hijos.
Respeto para aquellos nietos de españoles que quieren buscar aquí la estabilidad que la crisis no les deja tener en sus países.
Respeto para todos aquellos que se ven recluidos en calabozos, sin entender el idioma. Para todos aquellos que esperan poder volver a casa cuando devuelvan sus préstamos (sí, los he conocido personalmente). Para todos aquellos que trabajan codo con codo en nuestras oficinas, calientes en invierno y fresquitas en verano, sin importarles que a sus vecinos, amigos, suegros españoles se les escape alguna vez la palabra “moro” o “panchito”.
Respeto para todos aquellos que vienen del norte a su segunda vivienda en nuestras islas para disfrutar de una merecida jubilación y de los beneficios de la Seguridad Social española. Respeto también, sí, y también un poco de crítica constructiva. No pido un nuevo mote, sino que se les quite la cruz al resto y se critique a todo el mundo por sus virtudes y sus defectos.


No ignoro los problemas de delincuencia, las mafias, las drogas, los mercenarios. Confío en que las cosas puedan seguir mejorando para dejar a cada uno en su lugar, ya sea en un puesto de trabajo digno (con contrato, sin explotación e incluso esclavitud) o en su país de origen si no han respetado la ley.

Y a aquellos que odian las prácticas ilegales y a los “negritos” del top manta, que no se descarguen música de e-mule ni compren los dichosos CDs piratas. Lo que es ilegal para unos lo es también para otros. No sólo para el que tiene hambre y además no sabe defenderse.
Y a aquellos que odian las mafias, que no pidan prostitutas rusas, rubias y jóvenes. Que no contribuyan a hacer de la inmigración un gueto cada vez más grande y más cerrado al mismo tiempo. Que no contribuyan a la esclavitud de quien sólo busca una salida.

A aquellos que pagan a una mujer colombiana para limpiar, a un ecuatoriano para arreglar el jardín y a un rumano para pintar la valla... Menos hipocresía y más
respeto.

lunes, 6 de abril de 2009

Dehesas, castillos y ermitas

He viajado por segunda vez a la provincia de Cáceres y, si bien hay muchas ciudades españolas que adoro (San Sebastián, Barcelona, Sevilla...), este es el primer lugar que aprecio como provincia.
Algunos de los sitios que he visitado esta vez ya los conocía, pero no me ha importado (¡en absoluto!) repetir. Y el encanto de ver Cáceres en marzo, verde y con una temperatura suave y agradable, ha sido enorme comparado con el ya importante encanto de visitar Extremadura en verano. Y lo digo sin acritud hacia el señor Lorenzo.

Además de haber visitado a una antigua compi de la universidad, a la que hacía la friolera de seis años que no veía (me la encuentro ya con un niñito muy mono y muy travieso...), son muchas cosas las que voy a recordar con cariño de este viaje.

En primer lugar, el camino desde la A-VI hasta el pueblo de Guadalupe.
Las ventanillas del coche bajadas, la brisa suave tostando nuestros brazos (a mí el izquierdo y a él el derecho), el olor a pureza, los rayos de sol atravesando un aire cristalino... Por supuesto que hubo curvas y que la mitad del camino tuvimos que circular a 50, pero el paraje era espectacular. Una vez pasado Guadalupe, de camino a Trujillo, veríamos las praderas verdes y brillantes moteadas de vacas y ovejas. Y el aire seguía oliendo a limpio, a recién lavado. Y no había ninguna cúpula negra sobre las poblaciones (ni sobre el tomate gigante a la salida de Miajadas).
La verdad es que Guadalupe me impresionó ya la primera vez que estuve allí. No podía dejar de visitarlo, de comer migas extremeñas en la plaza y de casi atascar el coche en una de las callejuelas a las que el guardia de tráfico debería habernos prohibido entrar...
Pero ha habido otros puntos muy interesantes de esta primera excursión.


Uno de ellos, la Sierra de los Ibores. En cada pueblecito que atravesábamos, como una cancioncita, el cartel de “se vende queso de los Ibores”. Cómo no, acabamos comprándolo en Guadalupe. Todavía tenemos y sigo disfrutándolo; el sabor y el olor fuerte del queso de cabra, que combina tan bien con el pan, una ensalada o mermelada (¿por qué no de cerezas del Valle del Jerte?). ¡Y para qué combinarlo, si hasta me lo como solo!

El otro, mucho más melancólico, el embalse de Valdecañas.
Paramos allí porque, al cruzar el puente, vi un cartelito con la indicación “ruinas de Talavera la Vieja” y, dos pasos más allá, unas columnas romanas impresionantes. Allí me llevaría la única pitada de todo el viaje (quizá de otro madrileño), porque bien es sabido que, aunque el que viene a 2km. te está viendo parada y con el intermitente, jamás hay que hacer parar a nadie: es preciso poner el intermitente (o no ponerlo, ¿para qué?) y rápidamente invadir la zona de aparcamiento, arrollando a cuantos turistas caminen por allí...
Nos acercamos a las enormes ruinas, que consideré pertenecerían a algún antiguo templo, y allí pasamos casi una hora. Las ruinas más otras columnas que hacían las veces de mirador sobre el embalse. Mi duda era por qué las llamarían ruinas de “Talavera la Vieja”, si el nombre no me sonaba nada romano y allí no había ningún pueblo... O, al menos, yo no lo veía entonces.
Buscando más información, encontré
la web de Manuel Trinidad Martín. La verdad es que leer todo lo que ha volcado en esta página, la historia completa de un pueblo, y ver fotos de como allí se vivía me removió algo por dentro. No son palabras excesivamente tiernas ni se trata de poesía, pero lo que allí se encuentra tiene la fuerza y la tristeza, al mismo tiempo, del que abre su corazón y nos muestra lo que guarda dentro. Sus recuerdos, sus nostalgias.
Al descubrir que cuando estuve mirando las aguas, un pequeño rebaño de vacas bebiendo agua en la orilla o una mariposa enredándose en las flores bajo las columnas, realmente no veía, me sentí muy conmovida. Me sentí muy conmovida al pensar en un pueblo dormido, en muchas almas yaciendo en un cementerio sumergido, en los bloques erosionados de las casas demolidas... Y en el desgarro de las familias que vieron echar abajo sus hogares. Me puede pensar en un campanario dinamitado para evitar que su torre clame al cielo, la iglesia en lo profundo del agua, pidiendo a gritos que los ojos se dirijan al fondo sembrado de recuerdos de ese embalse. Porque yo también he visto casas de barro, campanarios, un pueblo que se transforma y un solar con un par de caballos junto a la moderna marquesina de una parada de autobús. No creo que quien no haya vivido la vida de pueblo pueda imaginarse lo que esa gente pasó; si acaso es que yo lo imagino...
De la historia de Talaverilla y de la del embalse no soy quién para hablar. No me veo en ese derecho. Pero creo que bien se merecen las ruinas (finalmente, de un edificio perteneciente al poder judicial) una placa que informe mejor al turista y más se merece el pueblo una placa de recuerdo.

Los otros dos puntos importantes del viaje fueron el Castillo de Trujillo y el Parque Nacional de Monfragüe.
El último día del viaje dedicamos la mañana a visitar Trujillo. También lo conocía, pero no tan a fondo. Visitamos prácticamente todo lo visitable.
Merece mucho la pena ver el castillo porque desde sus torres hay unas vistas panorámicas preciosas de la ciudad y de la dehesa que la rodea. Creo que incluso había buenas vistas de la ciudad desde la base del castillo, frente a la puerta principal. Pero creo que entrar no está de más. El precio de la entrada es casi simbólico para lo que van costando ya los monumentos en España. Del interior no se conserva mucho, aunque se ve desde la muralla la huella de las paredes interiores y también hay una entrada subterránea para ver unas “salas”, aunque aquí eché de menos algo de información porque no se puede intuir para qué servían... Seguramente quien sepa de castillos sabrá lo que eran pero, evidentemente, yo no sé mucho de castillos... Me gustó mucho poder recorrer toda la muralla y prácticamente todas las torres, metiéndome dentro de los puestos de centinela. Y, finalmente, me encantó visitar la capilla de la
Virgen de la Victoria, patrona de Trujillo. No soy creyente, pero me pareció una capilla especial por su sencilla decoración y su disposición. Las flores frescas, las hoscas cruces de forja y, lo que me pareció más importante, la virgen de espaldas al que va a allí a rezar o a rendirle culto. Es cierto que pagando se podía hacer girar la base sobre la que se sustentaba la imagen para ver la cara de la virgen de piedra, pero lo que me pareció más importante fue el hecho de que la virgen estuviese en lo alto del castillo vigilando el pueblo. Una vez bajamos del castillo, miré hacia arriba y allí estaba, encima de la puerta principal, ¿observando?

Otro de los días lo dedicamos totalmente al
Parque Nacional de Monfragüe, aunque sólo hicimos la ruta más corta a pie. Después de haber recorrido en coche la carretera desde Trujillo hasta Villareal de San Carlos, parando en el mirador de el salto del gitano y en el de la fuente del francés, volvimos hasta este último para empezar la ruta. Subimos el monte desde allí hasta el Castillo de Monfragüe y la ermita de la Virgen de Monfragüe. En el camino, vimos incontables águilas y algún que otro buitre (yo encantada, amante como soy de felinos, escualos y rapaces, por ese orden). Y parece que esté hablando de una ruta religiosa o algo parecido, pero lo cierto es que la ermita de Monfragüe también me pareció muy bonita. Los lugares de culto sencillos creo que son los que quizá guardan mejor la esencia de aquello en lo que hay que creer. La ostentación y la frialdad de las catedrales suelen asustarme, y ya no digo las catedrales barrocas... Pero este tipo de edificios encalados, con luz natural sin tamizar por cientos de vidrieras, con flores que nadie sabe cuándo se han subido hasta allá arriba, este tipo de edificios son los que me parecen verdaderos tesoros.



Y, como recomendación gastronómica, además, por supuesto, del queso, hablaré de lo que tomamos dentro del parque. Para comer volvimos a Villareal de San Carlos, donde hay un único restaurante (no recuerdo el nombre, pero pertenece a una casa rural y no hay pérdida). Seguir adelante por la sinuosa carretera del parque nos echaba para atrás con el hambre que habíamos hecho en la subida, así que paramos allí (lo que no sabíamos es que hasta Plasencia la carretera era mucho mejor...). Pues bien, esto es lo que recomiendo: gazpacho (¡lo sirven con trocitos de melón y poco ajo!), solomillo de ciervo y croquetas de pollo y setas. Casero y delicioso. Hicimos bien parando allí a comer.