lunes, 6 de abril de 2009

Dehesas, castillos y ermitas

He viajado por segunda vez a la provincia de Cáceres y, si bien hay muchas ciudades españolas que adoro (San Sebastián, Barcelona, Sevilla...), este es el primer lugar que aprecio como provincia.
Algunos de los sitios que he visitado esta vez ya los conocía, pero no me ha importado (¡en absoluto!) repetir. Y el encanto de ver Cáceres en marzo, verde y con una temperatura suave y agradable, ha sido enorme comparado con el ya importante encanto de visitar Extremadura en verano. Y lo digo sin acritud hacia el señor Lorenzo.

Además de haber visitado a una antigua compi de la universidad, a la que hacía la friolera de seis años que no veía (me la encuentro ya con un niñito muy mono y muy travieso...), son muchas cosas las que voy a recordar con cariño de este viaje.

En primer lugar, el camino desde la A-VI hasta el pueblo de Guadalupe.
Las ventanillas del coche bajadas, la brisa suave tostando nuestros brazos (a mí el izquierdo y a él el derecho), el olor a pureza, los rayos de sol atravesando un aire cristalino... Por supuesto que hubo curvas y que la mitad del camino tuvimos que circular a 50, pero el paraje era espectacular. Una vez pasado Guadalupe, de camino a Trujillo, veríamos las praderas verdes y brillantes moteadas de vacas y ovejas. Y el aire seguía oliendo a limpio, a recién lavado. Y no había ninguna cúpula negra sobre las poblaciones (ni sobre el tomate gigante a la salida de Miajadas).
La verdad es que Guadalupe me impresionó ya la primera vez que estuve allí. No podía dejar de visitarlo, de comer migas extremeñas en la plaza y de casi atascar el coche en una de las callejuelas a las que el guardia de tráfico debería habernos prohibido entrar...
Pero ha habido otros puntos muy interesantes de esta primera excursión.


Uno de ellos, la Sierra de los Ibores. En cada pueblecito que atravesábamos, como una cancioncita, el cartel de “se vende queso de los Ibores”. Cómo no, acabamos comprándolo en Guadalupe. Todavía tenemos y sigo disfrutándolo; el sabor y el olor fuerte del queso de cabra, que combina tan bien con el pan, una ensalada o mermelada (¿por qué no de cerezas del Valle del Jerte?). ¡Y para qué combinarlo, si hasta me lo como solo!

El otro, mucho más melancólico, el embalse de Valdecañas.
Paramos allí porque, al cruzar el puente, vi un cartelito con la indicación “ruinas de Talavera la Vieja” y, dos pasos más allá, unas columnas romanas impresionantes. Allí me llevaría la única pitada de todo el viaje (quizá de otro madrileño), porque bien es sabido que, aunque el que viene a 2km. te está viendo parada y con el intermitente, jamás hay que hacer parar a nadie: es preciso poner el intermitente (o no ponerlo, ¿para qué?) y rápidamente invadir la zona de aparcamiento, arrollando a cuantos turistas caminen por allí...
Nos acercamos a las enormes ruinas, que consideré pertenecerían a algún antiguo templo, y allí pasamos casi una hora. Las ruinas más otras columnas que hacían las veces de mirador sobre el embalse. Mi duda era por qué las llamarían ruinas de “Talavera la Vieja”, si el nombre no me sonaba nada romano y allí no había ningún pueblo... O, al menos, yo no lo veía entonces.
Buscando más información, encontré
la web de Manuel Trinidad Martín. La verdad es que leer todo lo que ha volcado en esta página, la historia completa de un pueblo, y ver fotos de como allí se vivía me removió algo por dentro. No son palabras excesivamente tiernas ni se trata de poesía, pero lo que allí se encuentra tiene la fuerza y la tristeza, al mismo tiempo, del que abre su corazón y nos muestra lo que guarda dentro. Sus recuerdos, sus nostalgias.
Al descubrir que cuando estuve mirando las aguas, un pequeño rebaño de vacas bebiendo agua en la orilla o una mariposa enredándose en las flores bajo las columnas, realmente no veía, me sentí muy conmovida. Me sentí muy conmovida al pensar en un pueblo dormido, en muchas almas yaciendo en un cementerio sumergido, en los bloques erosionados de las casas demolidas... Y en el desgarro de las familias que vieron echar abajo sus hogares. Me puede pensar en un campanario dinamitado para evitar que su torre clame al cielo, la iglesia en lo profundo del agua, pidiendo a gritos que los ojos se dirijan al fondo sembrado de recuerdos de ese embalse. Porque yo también he visto casas de barro, campanarios, un pueblo que se transforma y un solar con un par de caballos junto a la moderna marquesina de una parada de autobús. No creo que quien no haya vivido la vida de pueblo pueda imaginarse lo que esa gente pasó; si acaso es que yo lo imagino...
De la historia de Talaverilla y de la del embalse no soy quién para hablar. No me veo en ese derecho. Pero creo que bien se merecen las ruinas (finalmente, de un edificio perteneciente al poder judicial) una placa que informe mejor al turista y más se merece el pueblo una placa de recuerdo.

Los otros dos puntos importantes del viaje fueron el Castillo de Trujillo y el Parque Nacional de Monfragüe.
El último día del viaje dedicamos la mañana a visitar Trujillo. También lo conocía, pero no tan a fondo. Visitamos prácticamente todo lo visitable.
Merece mucho la pena ver el castillo porque desde sus torres hay unas vistas panorámicas preciosas de la ciudad y de la dehesa que la rodea. Creo que incluso había buenas vistas de la ciudad desde la base del castillo, frente a la puerta principal. Pero creo que entrar no está de más. El precio de la entrada es casi simbólico para lo que van costando ya los monumentos en España. Del interior no se conserva mucho, aunque se ve desde la muralla la huella de las paredes interiores y también hay una entrada subterránea para ver unas “salas”, aunque aquí eché de menos algo de información porque no se puede intuir para qué servían... Seguramente quien sepa de castillos sabrá lo que eran pero, evidentemente, yo no sé mucho de castillos... Me gustó mucho poder recorrer toda la muralla y prácticamente todas las torres, metiéndome dentro de los puestos de centinela. Y, finalmente, me encantó visitar la capilla de la
Virgen de la Victoria, patrona de Trujillo. No soy creyente, pero me pareció una capilla especial por su sencilla decoración y su disposición. Las flores frescas, las hoscas cruces de forja y, lo que me pareció más importante, la virgen de espaldas al que va a allí a rezar o a rendirle culto. Es cierto que pagando se podía hacer girar la base sobre la que se sustentaba la imagen para ver la cara de la virgen de piedra, pero lo que me pareció más importante fue el hecho de que la virgen estuviese en lo alto del castillo vigilando el pueblo. Una vez bajamos del castillo, miré hacia arriba y allí estaba, encima de la puerta principal, ¿observando?

Otro de los días lo dedicamos totalmente al
Parque Nacional de Monfragüe, aunque sólo hicimos la ruta más corta a pie. Después de haber recorrido en coche la carretera desde Trujillo hasta Villareal de San Carlos, parando en el mirador de el salto del gitano y en el de la fuente del francés, volvimos hasta este último para empezar la ruta. Subimos el monte desde allí hasta el Castillo de Monfragüe y la ermita de la Virgen de Monfragüe. En el camino, vimos incontables águilas y algún que otro buitre (yo encantada, amante como soy de felinos, escualos y rapaces, por ese orden). Y parece que esté hablando de una ruta religiosa o algo parecido, pero lo cierto es que la ermita de Monfragüe también me pareció muy bonita. Los lugares de culto sencillos creo que son los que quizá guardan mejor la esencia de aquello en lo que hay que creer. La ostentación y la frialdad de las catedrales suelen asustarme, y ya no digo las catedrales barrocas... Pero este tipo de edificios encalados, con luz natural sin tamizar por cientos de vidrieras, con flores que nadie sabe cuándo se han subido hasta allá arriba, este tipo de edificios son los que me parecen verdaderos tesoros.



Y, como recomendación gastronómica, además, por supuesto, del queso, hablaré de lo que tomamos dentro del parque. Para comer volvimos a Villareal de San Carlos, donde hay un único restaurante (no recuerdo el nombre, pero pertenece a una casa rural y no hay pérdida). Seguir adelante por la sinuosa carretera del parque nos echaba para atrás con el hambre que habíamos hecho en la subida, así que paramos allí (lo que no sabíamos es que hasta Plasencia la carretera era mucho mejor...). Pues bien, esto es lo que recomiendo: gazpacho (¡lo sirven con trocitos de melón y poco ajo!), solomillo de ciervo y croquetas de pollo y setas. Casero y delicioso. Hicimos bien parando allí a comer.

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