lunes, 16 de agosto de 2010

Siempre se coincide en el adjetivo “tierno”

Hablando de “La sonrisa etrusca”, siempre aparece la palabra “tierno”. No sólo en la conversación, también en los foros, las críticas…
Es una novela sencilla, pero con muchas pretensiones (por eso de “sencillo y sin demasiadas pretensiones”). El autor,
José Luis Sampedro, nos mete en el corazón del viejo Roncone y, al mismo tiempo, creo que llega a adentrarse, anónimamente, en el de cada uno de los lectores.
Es revivir lo que hemos vivido (como bebés, como Brunettinos) y lo que todavía no (como abuelos, como Bruno o Salvatore), de modo que recordamos lo vivido y llegamos a sentir lo que sintieron por nosotros. Tan profunda, tan honda, es la narración en esta novela.

“La sonrisa etrusca” arranca de una situación bastante cotidiana: la de los hijos que recogen al padre, ya anciano, en su pueblo natal, porque llevándole a la ciudad le asegurarán un mejor diagnóstico y un mejor tratamiento. Y, seguidamente, arrancan las disputas, las dificultades en la convivencia, la diferencia generacional, etc.
Como dice mi abuela, “lo decían los antiguos”. Expresiones como ésta abundan en la novela y nos posicionan, por una vez, del lado del viejo. Que quizá siempre pensamos que no comprende, pero nos cuesta verle como incomprendido.

Y lo curioso, lo realmente bonito, es ver como una persona a la que se supone (mal supuesto) “acabada” por padecer un cáncer y que, además, no se encuentra en un medio en el que encaje fácilmente, consigue, con su especial personalidad, hacerse un hueco y ganarse el afecto de muchos.
Me pareció muy realista el pasaje en que zío Roncone conoce al estudiante Valerio Ferlini. Primero, como muchas personas mayores, el señor Roncone se le acerca para decirle bien a las claras lo mal que hace su trabajo (el libro completo,
aquí).
"En lo alto de la escalera apoyada contra el tronco, un hombre con el chaquetón amarillo de los jardineros municipales. Su hacha levantada amenaza ya otra rama. El viejo estalla, su grito es una pedrada:
-¡Eh usted! ¡Respete esa rama, animal!
«Ahora baja y nos liamos», piensa.
El podador, un instante paralizado, inicia, en efecto, el descenso. «Ahora», se repite el viejo, cerrando el puño y pensando cómo compensar su inferioridad combativa frente al hacha. Pero cambia de actitud al acercársele el podador, un muchacho con sonrisa embarazada y gesto amistoso.
-Lo hago mal, ¿verdad?
-¡Peor que mal, sí! Esa rama es justo la que debe quedar. ¿No ve que acaba de cortar otra debajo, en la misma línea?... ¿Dónde aprendió el oficio?
-En ningún sitio.
-¡Maldita sea! ¿Y le permiten seguir matando árboles?"

Y, después, se ofrece a enseñarle.
"Alarga la mano hacia el hacha:
-Deme eso.
Subyugado por la entonación, el joven le entrega la herramienta y el viejo va hacia el árbol. El muchacho teme que ese anciano pueda caerse, pero le ve escalar los peldaños sin vacilar. Al momento, ¡qué seguridad en los golpes! Primero considera brevemente la fronda, reflexiona, acaba decidiéndose por una rama y chas, chas; la derriba limpiamente."

Hasta que, poco a poco, surge la amistad.
"El joven le acoge confuso.
-¡Qué vergüenza! -murmura.
-Vamos, vamos, muchacho, nadie nace sabiendo... Pero menos mal que no le dieron una sierra mecánica, porque hubiera dañado todos los cortes.
-Me dejaron una el primer día y la estropeé -confiesa el muchacho con un asomo de sonrisa-. Desde entonces trabajo con el hacha... Usted sí que sabe... ¿Podador?
-No del oficio, pero entiendo. Soy hombre de campo, ¿no lo ve?
-¿De dónde?
-De Roccasera, por Catanzaro -proclama el viejo, desafiante.
-¡Calabria! -se alegra el muchacho-. Por allí tengo yo que ir el próximo verano.
-¿De veras? -se anima el viejo ante ese interés-. ¿Para qué?"


Pero hay dos momentos clave en la novela, a mi parecer: el descubrimiento del nieto y el redescubrimiento del amor (¡o el descubrimiento del verdadero amor!).

Creo que Sampedro nos regala la visión más positiva de la vejez: el viejo puede disfrutar de los que llegan, que le proporcionan una inmensa ilusión, pero al mismo tiempo encuentran ilusiones en sí mismos.
No es fácil para quienes, como Roncone, han tenido una vida dura (sin padre, partisano en la guerra…) y se han tenido que labrar su propio camino. No es fácil para quienes han disfrutado de las cosas más superfluas de la vida por no tener tiempo más que para trabajar y pelear.
Pero a una edad avanzada el viejo Salvatore experimenta la satisfacción de enseñar al que no sabe, de querer a un nieto como no pudo querer a sus propios hijos (sin padre y acostumbrado a que los niños son para las mujeres).
Y, lo que más le sorprende a él mismo, a su edad llega a enamorarse, en calma, en una relación llena de tardes al sol y caramelos de café (como las de abuelos y nietos). No es un amor del que se vive bajo las sábanas ni por la noche. Es un nuevo amor, más asentado y más profundo, el que sienten él y Hortensia.

"Su último pensamiento, antes de rendirse al sueño, es que Brunettino, acunado en sus viejos brazos, sin duda se siente tan en su nido como él ahora en el sillón de Hortensia. ¡Por eso la sonrisa feliz entre los rosados mofletes del niño!
Sentada enfrente, la mujer le contempla, sus manos sobre la falda. La cabeza ligeramente ladeada y, en los ojos, hondísima ternura derramándose hacia ese hombre. En el corazón, melancolía indecible; en los labios, un asomo de serena sonrisa.
El viejo, dormido, no puede ver ni esa mirada ni la sonrisa. Pero cuando, una hora más tarde, retorna hacia el viale Piave bajo unas nubes desvaneciéndose poco a poco en el azul grisáceo, asoma a sus ojos -sin él saberlo- la misma ternura. Y llena su corazón idéntica melancolía."

Este es otro de esos pocos libros que tienen un final absolutamente predecible y al mismo tiempo deslumbrante.
Durante la lectura, tan tierna y apacible, a menudo se escapan sonrisas al lector. ¡Las ocurrencias de Roncone y su parecido con nuestros propios abuelos! Pero el lector sabe que el protagonista tiene un fin prefijado de antemano. No hay medicación ni intervención quirúrgica que valgan: el partisano Bruno está acercándose al final de sus días.
Pero la batalla personal que libra con su Brunettino, en lo alto de su cama lo cubre de gloria. Ya sin ver, consigue oír la palabra más buscada durante los últimos meses: “Nonno”.
La muerte llega tan lenta como transcurrió la acción durante toda la novela. Y Bruno descansa en paz, con su nieto abrazado a él, porque le quiere enormemente, aunque quizá pasados unos meses no lo recordará.



“¿Cómo surgió la idea de escribir "La sonrisa etrusca"?”
“Porque una madrugada oí llorar a mi primer nieto y me levanté a dormirlo. De no haber tenido ese nieto no hubiera nunca escrito el libro. En realidad, lo escribió él con año y medio.”

"Por eso te lo repito cuando te tengo en brazos: que te aproveches del mundo, y que no te dejes manejar y, claro, tú te lanzas por ahí a practicar... ¡Apréndetelo bien: hazte duro, pero disfruta los cariños! Como hacía mi Lambrino: topar y mamar... Sólo que el pobrecillo era un cordero y no podía llegar a fuerte, ¡pero tú eres hombre!
El niño practica, en efecto, cada vez más. A fuerza de tentativas ya se pone a gatas y recorre así la alcobita o el estudio. Ahora mismo está empezando a moverse, atraído por los pantalones del viejo, cuando de pronto suena un ruido mecánico persistente y el niño alza la cabeza con atenta mirada."

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