domingo, 25 de noviembre de 2012

MATERNIDAD 4: El parto

Es cierto que disfruté mucho mi embarazo. Especialmente paseando las noches de agosto, un lunes cualquiera, o tomando boquerones fritos y zumo de tomate al lado de casa. Ver las evoluciones de mi niña dentro de la tripa, dormir con la palma de la mano apoyada en el vientre, cantarle canciones en la ducha...
Fue toda una experiencia pero, el broche final, el parto, fue el momento cuminante de un proceso de espera feliz y natural.
Comprendo que quienes hayan tenido un parto difícil, que quienes hayan vivido el sufrimiento de su bebé durante su nacimiento o quienes lo hayan visto directamente junto a su cama después de una césarea quizá no puedan compartir mi opinión sobre el parto como un momento hermoso. Sin embargo, aquellas mujeres que han compartido conmigo sus experiencias en partos largos o dolorosos sí que han dicho que el parto se olvida enseguida y nada más que se atiende al bebé. Es decir, el parto quizá no es algo tan bello pero tampoco se convierte en un trauma.
Una vez más, compartiendo mi experiencia, sólo quiero dejar constancia de que hay partos sencillos. El mío fue un ejemplo del parto que sigue todos los pasos que nos explicaron en el curso: borramiento de cuello, dilatación, expulsión y alumbramiento. Nada más. Ni cesárea, ni instrumentalización ni ningún tipo de complicación grave.
Y para quienes creen, como nos enseña erróneamente la televisión, que el parto consiste en gritar desde que se ingresa hasta que se da a luz y que, además, se tarda una media hora (por lo que hay que correr para que el niño “no se caiga”), sólo decirles que no es así. Habrá quien tenga unas contracciones terriblemente dolorosas durante todo el proceso del parto, pero no es lo normal; y habrá multíparas a quienes “se les caiga” el bebé, pero tampoco es lo normal.
Cuando comentas con tus conocidos que el parto de una primípara puede llevar de catorce a veinte horas, como media, se quedan con la boca abierta. Entonces, ¿los niños no se caen? Pero, ¿cómo se aguanta el dolor durante catorce horas? Y, aún así, cuando les cuento que yo estuve en el hospital ingresada nueve horas, les parece mucho...
El parto consta de varias fases y no todas ellas son dolorosas.
En mi caso, noté el borramiento de cuello porque tuve “pistas”, pero no sentí lo que yo denominaría como dolor (hay que decir también que esta fase y la de dilatación son la misma en una multípara, es decir, las dos cosas ocurren a la vez). La noche del domingo 16 al lunes 17 de septiembre, sobre la una de la madrugada percibí la expulsión del tapón mucoso (a quien le parezca un poco escatológico... bueno, son los nombres que tienen todas estas cosas...). Aunque esto no es un síntoma inequívoco de comienzo de parto, sí que es cierto que se debe a que el cuello del útero se ha borrado un poco y por eso se desprende. Es posible que el cuello continúe borrándose o es posible que tarde unos días aún.
El lunes 17 de septiembre, mi fecha prevista de parto, sobre las cuatro de la tarde, sentí un dolor en el útero como “dolor de regla” (esta es la descripción que se hace en el curso de las contracciones). A las seis y media, otra vez, pero bastante más intenso; me mantuve tumbada en el sofá, donde estaba viendo la televisión, pero en unos segundos me encontraba perfectamente. Cuando mi chico llegó, sobre las siete, le comenté que creía estar de parto. Totalmente incrédulo (pues me veía fenomenal), accedió a salir a caminar para “acelerar el proceso”. Algunas amigas me habían comentado que caminar ayuda a mitigar el dolor, a acelerar las contracciones y, en fin, a hacer todo el trabajo de parto más llevadero. Estuvimos andando una hora y media aproximadamente. Sobre las ocho de la tarde, yo ya tenía que sentarme de vez en cuando en los bancos que encontrábamos a nuestro paso, puesto que las contracciones eran bastante fuertes. De nuevo, era “dolor de regla”, incómodo pero no insoportable ni mucho menos. Aún no necesitaba hacer ejercicios de respiración.
Tenía mis dudas sobre si los leves sangrados que tenía eran graves o simplemente era parte del tapón mucoso así que, siguiendo el consejo de Rosa, nuestra matrona, nos presentamos en las urgencias del hospital (como ella nos decía: “Para eso están.”). En urgencias, donde las embarazadas tienen prioridad absoluta, a las diez de la noche me atendieron una matrona y una ginecóloga; ambas corroboraron que todo era perfectamente normal y en el informe hicieron constar que había borrado el 70% del cuello (habían pasado menos de veinticuatro horas desde el primer aviso). Por otro lado, la ginecóloga me dijo que podía volver tranquila a casa aunque tuviese que volver seis horas después. Es decir, que veía que las contracciones de dilatación (frecuentes, constantes e intensas) estaban a punto de llegar (las mías de momento eran infrencuentes, irregulares y leves). Según sus cálculos, podría querer volver al hospital sobre las cuatro de la mañana.
Una vez en casa, aprovechamos para darnos un último homenaje (otros cenarían solomillos, nosotros preferimos hamburguesa y patatas fritas) y, después, a dormir. Sobra decir que no pegamos ojo...
Las contracciones iban en aumento pero las más intensas (de nuevo, sin ser dolorosas realmente) eran de una frecuencia totalmente aleatoria. Sobre las siete de la mañana, creí necesario empezar a anotar la frecuencia de las contracciones: cada media hora. Sobre las nueve, ya eran cada quince minutos. Mi chico avisó al trabajo de que no podía ir. Sobre las once, ya eran cada cinco minutos. Creo recordar que desde las siete de la mañana aproximadamente, cuando ya el proceso de dilatación estaba establecido, empecé con los ejercicios de respiración, porque ya sí se podía catalogar como dolor lo que sentía.
A las once, pues, empezamos a preparar las maletas (llevaban hechas quince días, la mía y la de la niña), el carrito, nuestras duchas... En fin, que no llegamos al hospital hasta la una. E ingresé, después de una monitorización por parte de una matrona muy amable, a la una y veinte del día 18 de septiembre. Directamente fuimos al paritorio: tres centímetros de dilatación (me faltaban siete).
Una vez en el paritorio, se presentó la matrona (Mariví) y nos presentó también a las dos enfermeras que trabajaban con ella en ese turno (lamento no recordar los nombres, porque eran amabilísimas).
Sé que la descripción de todo este proceso es un poco fría pero, en mi opinión, cuanta más objetividad intente arrojar sobre el tema menos influiré en lo que hipotéticamente una lectora embarazada pudiese opinar de todo esto. Y, repito, el proceso es de lo más normal (son muchas más las embarazadas que acuden al hospital con contracciones que las que acuden por haber roto aguas).
La matrona, Mariví, era una mujer muy amable y muy amiga de explicar todo lo que hacía. Me explicó lo que me ponía en el gotero (suero), que me ponía monitorización externa, que iba a ver cómo iba el proceso antes de empezar a tomar decisiones y que después hablaríamos. Sobre las dos de la tarde me preguntó si quería ponerme la epidural pero, como le dije, aún era perfectamente aguantable todo (y llevaba con contracciones relativamente fuertes desde las siete de la mañana). De todas formas, tampoco quería dilatar tanto como para que el uso de la anestesia estuviese contraindicado, porque desde luego que quería parir sin dolor si era posible. En ese momento me explicó que un procedimiento que siguen para acelerar las contracciones y, consecuentemente, el parto, es romper la bolsa de las aguas, pero que a veces aceleraba tanto las contracciones que después les costaba poner la epidural porque las contracciones nos hacen movernos (¡y hay que estar totalmente quieta!). Así que llamó a la anestesista para que me hablara sobre la epidural y me explicase los posibles efectos secundarios. A las tres de la tarde la tenía puesta y, después de unos veinte minutos, me hormigueaban las piernas. Uno de los obstetras que me había atendido en una de las consultas rutinarias y al que le pregunté si en mi hospital aplicaban la “epidural ambulante” (y no, no la aplicaban...) me explicó que no tenía que preocuparme por una absoluta insensibilización causada por la anestesia epidural: por supuesto que no podría caminar, pero no perdería la sensibilidad porque controlaban muy bien las dosis. Y así fue. La anestesista (también lamento no recordar su nombre) me puso la epidural y dejé de sentir dolor enseguida, pero no perdí la sensibilidad; como las únicas anestesias que había recibido previamente eran locales (para sacar una muela y para extirpar un lunar), nunca había notado tan a las claras lo que es mover un miembro, tocarlo, notar que está ahí, pero no sentirlo. Sobre las cinco, la matrona comprobó que la dilatación, por causa de la epidural, se había estancado (este es uno de los principales riesgos de la anestesia epidural, junto con acabar con un expulsivo largo o que no haga efecto o que sólo duerma parcialmente las piernas / abdomen / útero). Rompió la bolsa y, después de una hora, comprobó que seguíamos igual. Me explicó el uso de la oxitocina y me la pusieron para volver a tener buenas contracciones. A las ocho de la tarde todo iba sobre ruedas pero, por desgracia, Mariví no podría acabar mi parto. Había cambio de turno a las nueve y media y no nos iba a dar tiempo. Aproveché para preguntarle por lo que podíamos hacer si no llegaba al final el efecto de la epidural, porque notaba la pierna izquierda despertándose (mientras la izquierda la movía y la manejaba, la derecha intentaba moverla pero se me llegó incluso a salir de la camilla...). Me dijo que yo misma podía valorar si llegaría hasta el final, si me parecía que el efecto se pasaba demasiado rápido, si me sentía con fuerzas para hacer un expulsivo con dolor y que, llegado el caso, sólo tenía que pulsar un botón de la camilla y automáticamente tendría una dosis extra. Aguanté un poco más con el goteo de anestesia pero me pareció que, efectivamente, no llegaría hasta el final y, viendo la intensidad de las contracciones en el monitor, no me veía aguantando ese tipo de contracciones y, sobre todo, cuando fuesen cada dos minutos. Así que pulsé el botón.
A las nueve y media, se presentó Rosario, la matrona del turno de noche. Si bien no era tan extrovertida, me pareció una profesional de primera y también me explicó todo lo que se estaba haciendo en todo momento. Actuaba con más firmeza, pero creo que también porque estábamos en la recta final. La niña se había quedado colocada cuando se hizo el cambio de turno y, a las diez menos algo, Rosario me dejó colocada de lado, con monitorización interna (con la externa no se podía captar el latido de la bebé) para que empezase a empujar sola: tenía la suerte de notar cuándo llegaban las contracciones aunque no me dolieran. Sobre las diez y cuarto, volvió. Había visto que empujaba correctamente y me preguntó si sentía presión: sí, la sentía. Es decir, la niña estaba ya de camino. Me tumbó boca arriba (siempre quise dar a luz en otra postura, pero con la epidural no hay opción), colocó la camilla, todo el instrumental y empezó el trabajo del expulsivo. Toda esta preparación supuso otros diez minutos. Es decir, empezamos con el expulsivo puro y duro a las diez y veinticinco y, a las diez y media, Ariadna había nacido.
Después de esto, empieza todo el trabajo de la matrona de analizar, después de un par de empujones más, la placenta; de, en nuestro caso, preparar el cordón umbilical para una posible donación (que, tristemente, no pudo ser); y de, dos horas después, examinar mi útero para corroborar que todo sigue su curso normal y que, tan sólo un rato después de haber dado a luz, mi cuerpo intenta regresar a su forma y colocación normal. No hubo nada que coser.
Pues bien, esto que he detallado de forma tan “fría”, que se me pasó en un suspiro, con la mejor compañía posible (la de mi chico hablándome, radiándolo todo a nuestros amigos, tranquilizando a nuestros familiares), tiene otra lectura muy distinta. Y es la de la tranquilidad que mantuvimos en todo momento porque sabíamos que todo nuestro esfuerzo iba a ser recompensado, que al fin veríamos qué carita tiene el amor personificado, y porque sabíamos que estábamos en muy buenas manos con el personal médico que nos estaba atendiendo.
Por eso, aconsejo el curso de preparación al parto, para contar con la información. Y también aconsejo hacer los ejercicios de mantenimiento y de respiración y, si se tiene la oportunidad, hacer algún ejercicio de relajación para calmar los nervios (mi desgracia es haber padecido en alguna ocasión crisis de ansiedad; mi fortuna es haber tenido que aprender a relajarme, cosa que me fue especialmente útil durante el parto).
Para lo que una nunca estará preparada es para el momento en que te dan a tu bebé y eres consciente, más que cuando viste la primera ecografía, de que ese sueño se ha materializado en una personita. Cuando, nada más nacer, en el minuto uno, te la colocan encima, su cabecita en su pecho, sus bracitos que se agarran fuertemente a tu tórax y sus piernecitas a tu abdomen, sientes que algo increíble te ha pasado... ¡Pero no te ha pasado! ¡Lo habéis hecho, por fin! Sientes que esa pequeña criatura a la que tanto esperabas te quiere y te necesita, se aferra a ti, confía en que de tu pecho nunca caerá. Es un torbellino de sensaciones difícilmente descriptibles y que, intuyo, serán diferentes en cada uno de nosotros (porque ellos también las experimentan).
Agradezco, nada más llegar al paritorio, que la matrona, Mariví, nos preguntase “¿Cómo se llama?” Porque no había nacido, pero era, existía. No había lugar a un “¿Cómo se va a llamar?”

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