lunes, 22 de abril de 2013

El sueño de los cupcakes

Como consumidora de series de investigación criminal, me sentí un poquito obligada a dejar de ver tanto “CSI”, “Dexter”, “Mentes Criminales” y similares debido a que estuve casi cuatro meses sola con una bebé que absorbía la información a su alrededor como una esponja. Si yo empecé a soñar con los cráneos de “Bones”, ¿qué imágenes llegaban a guardarse en la memoria de mi pequeñina? No veíamos la televisión día y noche, pero a veces me sentaba un ratito delante de la tele y enseguida me di cuenta de lo poco adecuado de la programación que me (nos) preparaba.
Así que mi chico se puso a buscar cosas más adecuadas para todos los públicos y, tras “Girls” (no adecuada en absoluto), descubrimos “Dos chicas sin blanca” (en el original “2 Broke Girl$”).

“Dos chicas sin blanca”, protagonizada por Kat Dennings y Beth Behrs, nos cuenta la historia de Max Black y Caroline Channing, dos chicas muy distintas que acaban compartiendo trabajo, casa y finalmente sueños.
Max, hija de una mujer problemática, conoce la vida dura y el trabajo desde muy joven. Caroline, por el contrario, es hija de un magnate que le ha proporcionado una vida más que desahogada y jamás ha tenido una preocupación. La vida de Caroline da un giro de ciento ochenta grados cuando su padre es encarcelado por cometer una estafa piramidal: se queda en la calle, arruinada, sin amigos… Tan sólo recupera (parece ser) un collar de perlas y un cinturón metálico que serán su toque personal en el uniforme de su futuro trabajo. Un trabajo de camarera que consigue gracias a Max, a quien conoce de casualidad y que le ayuda acogiéndola en su casa y enseñándole cómo es ese mundo al que los apuros económicos la han expulsado y que no conoce en absoluto. Esto también hará cambiar la vida de Max totalmente, ya que ahora sabe lo que es la ambición. La entrada de Caroline en su vida le hace soñar con un futuro mejor y, aunque no deja de ser una chica sarcástica y negativa, se abre a nuevas posibilidades.
Dichas posibilidades consisten en convertir la habilidad de Max con las cupcakes en un próspero negocio gracias a los conocimientos de Caroline.

Ahora está muy de moda el mundo de las cupcakes. Quizá sea por eso que lo que yo siempre había llamado muffins (magdalenas americanas, casi cien por cien mantequilla) lo llamen aquí cupcakes (mini magdalenas coloridas y divertidas).
Después de este inciso, continúo con la serie.

Max y Caroline pasan de ser conocidas a ser amigas y, aunque no lo digan, se comportan como si fueran hermanas. Se recriminan cosas, se enfadan, se reconcilian, se ríen la una de la otra…
Y a su alrededor se forma un mundo de personajes pintorescos que al final de la temporada (¿cuándo van a doblar la segunda?) se convierten en los protagonistas de un auténtico cuento de hadas.
Están Han, el dueño coreano de la cafetería donde trabajan; Oleg, el cocinero ucraniano; y Earl, un “setentañero” negro que trabaja como cajero. Han es bajito, despistado, tiene un fuerte acento y se muere por ligar. Oleg, en cambio, es bastante brusco, guarrete, viste de forma poco adecuada para ser cocinero y se muere por acostarse con alguien (aunque acabará enamorándose…). Earl es un viejito entrañable que habla a menudo de música, drogas… de su juventud y de sus experiencias, que comparte con Max.
No hay muchos personajes fijos, aunque Sophie (interpretada por Jennifer Coolidge, conocida en España y me temo que quizá mundialmente como “la madre de Stifler”) se convierte enseguida en uno de ellos y, sin duda, se ha ganado mi corazón. Es hortera y vulgar, pero muy maternal con las chicas. Le gusta hacer fiestas de pijama con las chicas que trabajan para ellas (limpiadoras en camisón inundan su piso y Max y Caroline creen que acaban de conocer a una madame), cree que los sueños hay que perseguirlos hasta el final (si no puede tener un chalé y un columpio en el jardín, ¿por qué no instalar el columpio frente a su televisor?) y le pirran las cupcakes de Max.
Es una serie que merece la pena ver si quieres sacar a relucir tu sonrisa. Max es ácida, Caroline es dulce. Max era pesimista, Caroline es luchadora. Max es singular, Caroline era el reflejo del prototipo de niña rubia y rica que la sociedad nos vende. Se complementan hasta que en un determinado momento sus personalidades encajan totalmente y se convierten en el tándem perfecto para pasar un buen rato.
Aunque todos los episodios me han parecido divertidos, me quedo con el apoteósico final de la primera temporada. Es el cuento de Cenicienta hecho teleserie (y para una fan de Cenicienta no podía haber mejor manera de cerrar esta historia).
A Max y a Caroline les surge la posibilidad de acudir a una fiesta de esas a las que Caroline solía ir y que ahora le están vetadas. A dicha fiesta acudirá Martha Stewart y no se les ocurre mejor manera de hacer despegar su negocio que dándole a probar una de sus cupcakes.
No tienen dinero para un vestido de noche, pero de la nada surge un hada madrina que se lo compre: Sophie, embutida en un vestido ajustado y con una tiara y una varita brillantosas. Aparecen con su uniforme color mostaza en una tienda lujosísima en la que no les tratan bien… hasta que ven el fajo de billetes que lleva Sophie.
Recibirán la ayuda de todos para que todo salga perfecto: Earl les regala unos ramilletes de los del baile de graduación, Oleg se ofrece como chófer (está intentando sacar adelante su nuevo negocio de conductor de limusinas, aunque sufren un terrible atasco) y finalmente Han y Castaño (je, je, el caballo de Caroline) llegan al galope para dar la solución. Increíble ver al pequeñito de Han como jockey y luego a las chicas, con sus fastuosos vestidos, atravesando Nueva York a caballo.
Un bolso con forma de cupcake encierra su sueño materializado: la cupcake con bacon que probará Martha Stewart.