miércoles, 21 de octubre de 2015

Historias de Madrí 3. Recuerdos bajo tierra

Después de un pequeño trayecto en metro, salgo del vagón y, al pisar el andén, noto un olor vagamente conocido. El olor se hace cada vez más profundo y más reconocible pero, dado lo extraño del lugar en el que se hace patente, no consigo ubicar su origen. Y es que huele a parque y verdín.
Pero verdín fresco, no verde mohoso del suburbano. Verdín de hierba recién cortada. Verdín del que recubre las paredes umbrías. Verdín del que desprenden las hojas en agosto, hojas sobre las que se evaporan las últimas gotas que resistieron el día.
Cuando salgo del andén al vestíbulo y del vestíbulo al pasillo, percibo además una brisa fresca que eriza el vello de mis brazos. ¿En agosto, esta brisa? Sí, en agosto.
Y por fin viene a mi recuerdo un octubre. Hace quince años. Un octubre tan cálido como el que disfrutaremos quince años después en Madrid.
Un olor y un frescor traen a mi mente un recoleto parque cubierto casi en su totalidad por la vegetación. Árboles de ramas que penden sobre los caminos, alguna pequeña charca verde, plantas de hojas jugosas y redondeadas. Y, mucho más jóvenes, nosotros. Él con una coleta. Yo con dos. Sonriendo a la cámara, dándonos besos de periquitos, con él con el jersey anudado a la cintura y yo con la chaqueta bajo el brazo.
Ese viejo parque trae a mi memoria días de plenitud y de felicidad. Pero esas sensaciones son tan recuerdo como lo es hoy el parque.
Porque el parque sucumbió a las necesidades de la técnica. Se talaron árboles, se mutilaron y esterilizaron sus raíces con química para evitar su pugna por hacer brotar nuevas ramas, más fuertes y más rápidas en su ascenso que las anteriores. Se cubrieron los caminos de ese cemento sordo y gris sobre el que duele correr y se raspan las rodillas en pos de un balón. Se eliminaron charcas y toda vegetación mínimamente tenaz. Hoy sólo quedan las plantas más domesticables, la que no echan raíces en la profundidad, las que no acaban levantando baldosas. Y bajo el Parque de Cataluña llegó la tuneladora abriendo paso a uno de esos inventos que nos haría volar a la ciudad, ya que nuestro metro no es el suburbano de Madrid por mucho que nos pese.
Pero las costas fueron importantes. Al menos estética y odoríficamente hablando.
Los parterres son hoy tierra desierta y amarilla. Los árboles más frondosos agoreros cipreses. Los arbustos los típicos del monte castellano, ralos y grisáceos.
No obstante, no quisieron las raíces o sus fantasmas abandonar el lugar otrora ocupado. Y ese olor a verdín sigue remozando las paredes del túnel. Ese perfume nos recuerda que ese espacio que hoy atravesamos caminando estuvo otro día poblado por nudosos brazos en busca de minerales, lombrices escurridizas y quién sabe qué otros habitantes secretos.
Deseando estoy volver a cruzar el camino de vuelta a casa. Que sea agosto y que la humedad y el calor hagan bullir a esos fantasmas escurridizos que traerán sin duda a mi cabeza pensamientos románticos y olores frescos de fronda.