Después
de un pequeño trayecto en metro, salgo del vagón y, al pisar el andén, noto un
olor vagamente conocido. El olor se hace cada vez más profundo y más
reconocible pero, dado lo extraño del lugar en el que se hace patente, no
consigo ubicar su origen. Y es que huele a parque y verdín.
Pero
verdín fresco, no verde mohoso del suburbano. Verdín de hierba recién cortada.
Verdín del que recubre las paredes umbrías. Verdín del que desprenden las hojas
en agosto, hojas sobre las que se evaporan las últimas gotas que resistieron el
día.
Cuando
salgo del andén al vestíbulo y del vestíbulo al pasillo, percibo además una
brisa fresca que eriza el vello de mis brazos. ¿En agosto, esta brisa? Sí, en
agosto.
Y por
fin viene a mi recuerdo un octubre. Hace quince años. Un octubre tan cálido
como el que disfrutaremos quince años después en Madrid.
Un
olor y un frescor traen a mi mente un recoleto parque cubierto casi en su
totalidad por la vegetación. Árboles de ramas que penden sobre los caminos,
alguna pequeña charca verde, plantas de hojas jugosas y redondeadas. Y, mucho
más jóvenes, nosotros. Él con una coleta. Yo con dos. Sonriendo a la cámara,
dándonos besos de periquitos, con él con el jersey anudado a la cintura y yo
con la chaqueta bajo el brazo.
Ese
viejo parque trae a mi memoria días de plenitud y de felicidad. Pero esas
sensaciones son tan recuerdo como lo es hoy el parque.
Porque
el parque sucumbió a las necesidades de la técnica. Se talaron árboles, se
mutilaron y esterilizaron sus raíces con química para evitar su pugna por hacer
brotar nuevas ramas, más fuertes y más rápidas en su ascenso que las
anteriores. Se cubrieron los caminos de ese cemento sordo y gris sobre el que
duele correr y se raspan las rodillas en pos de un balón. Se eliminaron charcas
y toda vegetación mínimamente tenaz. Hoy sólo quedan las plantas más
domesticables, la que no echan raíces en la profundidad, las que no acaban
levantando baldosas. Y bajo el Parque de Cataluña llegó la tuneladora abriendo
paso a uno de esos inventos que nos haría volar a la ciudad, ya que nuestro
metro no es el suburbano de Madrid por mucho que nos pese.
Pero
las costas fueron importantes. Al menos estética y odoríficamente hablando.
Los
parterres son hoy tierra desierta y amarilla. Los árboles más frondosos agoreros
cipreses. Los arbustos los típicos del monte castellano, ralos y grisáceos.
No
obstante, no quisieron las raíces o sus fantasmas abandonar el lugar otrora
ocupado. Y ese olor a verdín sigue remozando las paredes del túnel. Ese perfume
nos recuerda que ese espacio que hoy atravesamos caminando estuvo otro día
poblado por nudosos brazos en busca de minerales, lombrices escurridizas y
quién sabe qué otros habitantes secretos.
Deseando
estoy volver a cruzar el camino de vuelta a casa. Que sea agosto y que la
humedad y el calor hagan bullir a esos fantasmas escurridizos que traerán sin
duda a mi cabeza pensamientos románticos y olores frescos de fronda.