El pasado sábado fuimos a ver la versión teatral de “Si lacosa funciona”. Aunque no coincidía la fecha, el 31 de octubre estaba bastante
cerca de nuestro aniversario y para nosotros fue una noche especial.
Por las risas, por el destierro del negativismo de nuestras
vidas, porque disfrutamos mucho cuando vimos la película en el cine… En fin,
que para nosotros ir a ver esta obra era un éxito asegurado. Hay muchas
ocasiones en las que tener la certeza de que algo te va a gustar se convierte
en una auténtica losa que te impide disfrutarlo, pero no fue así en esta
ocasión.
En su momento, como decía, vimos “Si la cosa funciona” en elcine. Nos gustó mucho. A mí me gusta mucho Woody Allen y a mi chico la moraleja
(sencilla, sí) de esta película que, para él, es en cierto modo una filosofía
de vida (tanto, que no ve la parte negra del mundo o esa parte no consigue
mancharle).
Para preparar esta entrada, leo en todas partes que esta
película carece de un argumento sólido, que la moraleja es simplista, que el
protagonista parece más alguien “haciendo de Woody Allen” que interpretando un
papel (el de Boris Yellnikoff) y que el director se exige cada vez menos.
En mi modesta opinión, cuando alguien es un genio, un
artista o un creador, tiene dos salidas: subir cada vez más el listón, pedirse
a sí mismo algo mejor cada vez (a sabiendas de que esa escalera no puede subir
hasta el infinito y, si es honesto con su trabajo, dejar de crear) o hacer
cosas medianamente buenas, entrañables, con ese toque especial que lo distingue
a uno de los demás. Pues bien: es posible que esta cinta sea una más entre
tantas de las que Allen haya creado siguiendo la segunda línea de actuación. ¿Y
cuál es el problema? A lo mejor no es una obra maestra ni el culmen de su
carrera, pero es una película muy bien construida, muy bien narrada; puede
girar en torno a estereotipos pero son esos estereotipos y los chistes
ofensivos y pesimistas los que nos hacen reír.
Creo que si la película nos hace reír, parafraseando el
título de la misma, funciona.
Este sábado, al entrar al teatro, ver el escenario montado y
vacío, el telón de terciopelo azul marino descorrido y la luz de ambiente bajar
de intensidad hasta apagarse… Me entraron escalofríos. Porque ir al teatro es
toda una experiencia. La música, la sonoridad de las voces de los actores y, en
el caso de “Si la cosa funciona” de Alberto Castrillo-Ferrer, las proyecciones
sobre el escenario de imágenes de Nueva York y la conversación entre el mismo
Woody Allen y el Boris español (José Luis Gil): todo ello te transporta, todo ello
lo vives en tu propia piel. Por supuesto, más que cuando ves una película en el
cine. Y diría que incluso más que cuando lees un libro (y eso que ya te ponen
delante las imágenes de lo que percibes).
Salí del teatro con la impresión de que la obra teatral
superaba a la obra original.
Si en el cine vimos a Boris Yellnikoff romper la cuarta
pared y hablar con el espectador… ¿Qué no se podría hacer en el teatro, donde
el actor puede señalar, dirigirse o, si quiere, hasta tocar al espectador? Esa comunión
es aún más patente. Esa enseñanza, esa historia de la que el protagonista
quiere hacer partícipe al espectador se la da aquí directamente en su mano.
Por otro lado (y aunque los escenarios no dejaron de ser
Nueva York, Dallas y otros elementos de la idiosincrasia estadounidense), al
tratarse de una obra creada a partir de otra y aquí, la adaptación del lenguaje
(especialmente del corporal) es mucho mayor que en el doblaje.
¿Qué decir de los actores? Maravillosos. ¡Todos ellos!
Aunque José Luis Gil es el claro protagonista (así lo es Larry David) y con
ello bromea al principio de la obra, aun salvando las distancias entre quien
tiene bastante de monólogo y los papeles más cortos, son todos sublimes. Rocío Calvo
hace un papelón, tal como en la transformación que sufre Marieta de la mano de
Allen. Y, personalmente, me fascinó la interpretación de la coprotagonista,
Melody. Una pena que ahora ya no recuerde (y sólo han pasado dos días, vaya
memoria de mosquito la mía) el nombre de la actriz que sustituye a Ana Ruiz.
Si alguien tiene la oportunidad de verla y quiere pasar un
buen rato, reírse y ver los detalles que iluminan esta vida a veces tan negra,
que no se lo piense dos veces. Y, si no, a leer:
“La
relación entre los dos protagonistas dibuja el pulso entre inteligencia e ingenuidad ofreciendo momentos tan
hilarantes como absurdos. El relato esconde una sutil crítica a los que se
piensan intelectualmente superiores, pues al final todos tenemos necesidades
muy básicas: el amor, la comprensión, la amistad…”